martes, 10 de mayo de 2011

Relatos: Barcinova (II): Paisaje tras La Caída

Sangre, fuego, lodo. El mundo, inesperadamente, se anegó en ellos. Desde sesudos científicos en sus laboratorios ultra secretos a falsos profetas apocalípticos en sus canales televisivos lo habían predicho, pero cuando por fin ocurrió nadie supo cómo evitarlo, y ni un  solo líder mundial estuvo a la altura de las excepcionales circunstancias. La civilización que dominó el planeta más de dos mil años cayó herida de muerte en un solo y violento estertor agónico, y con ella fueron decenas de millones las vidas segadas de improviso por el agudo filo de la misma guadaña. La tecnología no bastó para evitarlo, para salvar al ser humano de la venganza de la naturaleza. Nunca se supo qué había pasado exactamente, no quedó nadie capaz de averiguar las causas del desastre. Los que vivieron para contarlo se referían a aquellos días como La Caída, y a nadie le importaba el por qué, estaban demasiado ocupados tratando de seguir vivos.

Y los pocos supervivientes volvieron a sumirse en oscuras tinieblas, en la misma ciega barbarie que tantos siglos había costado superar. Y regresaron las antiguas costumbres solo en apariencia olvidadas. Cultos prohibidos, credos desterrados y creencias abandonadas se enseñorearon de las comunidades supervivientes, sumiéndolas en una nueva y terrible Edad Oscura. Huesudos dedos de nigromante trazaron en el aire cabalísticos signos de arcanos conjuros mientras airadas voces de predicadores proféticos fulminaban anatemas. Sacerdotisas vírgenes bailaron desnudas sobre altares barnizados con sangre humana. Tiranos ebrios de poder prostituyeron a sus hijas impúberes con los sádicos generales de sus tropas mercenarias. Víctimas inocentes fueron descuartizadas en público para solaz de una enfervorizada plebe que aplaudía y pedía más y más, mientras niños de pecho eran entregados vivos al fuego en sacrificio para invocar a todos los demonios de averno. Caída la civilización, todo lo bárbaro en nombre y naturaleza campó a sus anchas en el mundo.

Las grandes metrópolis industriales que el mundo había conocido, sus populosos barrios populares, sus exclusivas zonas residenciales, aparentaron desaparecer, pero fue solo un espejismo. Los hombres arrancaron con sus manos desnudas el fango y la lava que el cielo había vomitado sobre ellas, y las desenterraron, refundándolas, reconstruyéndolas desde las ruinas, más cínicamente depravadas, más burdamente crueles de lo que habían sido nunca antes. Una pléyade de pequeñas ciudades-estado enzarzadas en perpetua guerra unas contra otras, tratando de hacerse con el control de los escasos recursos naturales que aún atesoraba el planeta.

Pocos oasis de civilización lograron sobrevivir en las áridas llanuras del caos y la barbarie. Barcinova era uno de ellos. Capital nominal de la resurgida Corona de Aragón, la ciudad levantada sobre los escombros de la antigua Barcelona constituía una de las escasas reservas de memoria de cómo era el mundo antes de La Caída. En sus niveles superiores, una cúpula de material plástico la aislaba del contaminado aire exterior, creando un microclima artificial de perpetua primavera. Muy pocos disfrutaban de este paraíso privado. Para vivir allí había que pasar de Súbdito a Ciudadano, y el Muy Alto Señor, Rey de Aragón, no concedía la Ciudadanía a quien no le hubiera servido, en todo y por todo, durante veinticinco años. Por muy civilizada que dijera y aparentara ser, Barcinova, regida con mano de hierro por el Consejo de los Cien, era un régimen político semejante al aire purificado de la Cúpula, agradablemente irreal: Democrático en la forma, totalitario en el método. No se permitían críticas ni disidencias. Los barcinoveses no tenían más aspiración que escalar puestos en la rígida escala social, desde las categorías inferiores que habitaban los podridos barrios de los primeros niveles hasta los cada vez más limpios y cómodos barrios de los niveles superiores, los más cercanos a la Ciudadanía y la Cúpula. Una infranqueable muralla aislaba la ciudad de la salvaje rapacidad de las tribus que vivían a su alrededor en descampado, y su ejército, el Ejército del Muy Alto Señor, Rey de Aragón, disputaba el dominio del litoral mediterráneo con las tropas del resto de ciudades-estado establecidas a la ribera de ese mar. El puerto de Barcinova, el mayor puerto comercial en funcionamiento, recibía mercancías de los cuatro puntos cardinales. La ciudad se financiaba sin problemas, dotando de recursos ilimitados a sus gobiernos, que mantenía al pueblo aislado de contactos externos, ajenos a influencias políticas, económicas o religiosas, como si la Cúpula evitara el contagio de las ideas igual que evitaba el de los gérmenes.

La naturaleza vengativa, alterados sus ciclos lógicos por la mano del hombre, se rebelaba ahora sañuda contra él, sometiéndole a plagas incurables, degenerándole con malformaciones genéticas que daban lugar a seres aberrantes. La inmensa mayoría de humanos se habían hundido en la más absoluta barbarie, mientras una pequeña élite mantenía viva la memoria del pasado en su torre de marfil, a costa, como había sido siempre, del sufrimiento de las clases inferiores. Y la sombra ominosa de un nuevo cataclismo iba cubriendo, lenta pero inexorablemente, todos los rincones de aquel planeta que una vez se había llamado Tierra.

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