jueves, 28 de abril de 2011

El blues del autobús

Martes por la noche. Elma apura el tiempo en su casa, antes de irnos a dormir a la mía. Pronto ya no tendremos que hacer estos viajes de aquí para allá con todo a cuestas, y hasta lo echaremos de menos, pero no adelantemos acontecimientos...

Elma, decía, se deja caer a mi lado en el sofá, los pantalones tejanos desabrochados y los botines en la mano, acabando de vestirse a toda prisa. Tras preparar las bolsas que nos vamos a llevar, y que tengo ordenadas a mis pies, zapeo por los canales televisivos, viéndolo todo y no viendo nada en concreto.

-¿Qué hora es, menos diez? – pregunta Elma, la pierna en alto, colocándose el botín.

Un vistazo rápido a mi Swatch de agujas electroluminiscentes, swiss made, infalible, me confirma mi sospecha de que Elma ha sido demasiado optimista en sus cálculos.

-¿Menos diez? No, cariño, y diez, más bien...

Elma se vuelve estática cual figurita de porcelana de Lladró. La pierna aún en alto. El botín aún a medio colocar. Y su mirada asombrada clavándose en mí.

-¿Y diez? ¿Las doce y diez? Pero... ¡No llegamos al último metro! ¿Por qué no me has avisado antes...?

-Porque estabas aprovechando el tiempo, y sé cuanto te fastidia dejar las cosas a medias. Y porque ya lo tengo todo calculado. Cogeremos el autobús.

Que esté calculado no nos libra de tener que echar una buena carrerita: Al doblar la esquina vemos al autobús nocturno detenido en el semáforo justo antes de la parada, y solo ponernos al trote cochinero nos permite llegar justo a tiempo de pararlo.

El N-13 es un autobús nocturno al parecer pensado exclusivamente para nosotros: Sale de Sant Boi de Llobregat, pasa cerca de casa de Elma y sigue rumbo a Plaza Catalunya, teniendo parada justo frente a mi casa. Nos viene genial, pero no lo utilizamos mucho, porque el metro es más rápido, y porque tiene tan escasa frecuencia de paso, que si por mala suerte acaba de pasar un autobús, te sale barba esperando al siguiente...

Dentro del autobús, apenas cinco pasajeros, todos con aspecto cansado, de salir de trabajar. Martes, madrugada del miércoles. No hay fiesteros hoy.

Tras bordear la Ciudad de la Justicia, buscando la Gran Vía, el autobús se detiene en un semáforo, y, de pronto, una mujer rubia, de mediana edad, en un evidente estado de nervios, se asoma a la ventanilla del conductor.

-¿Va a Sant Boi, verdad? Este es el autobús que va a Sant Boi, ¿no?...

El conductor la mira con detenimiento, y suspira profundamente, haciendo acopio de paciencia.

-Es la línea de Sant Boi, sí, pero yo vengo de allí, voy hacia Plaza Catalunya, si quieres ir a Sant Boi tienes que coger esta misma línea en sentido contrario...

Contrariadísima y cariacontecida, la mujer mira angustiada en derredor suyo. A estas horas y en ese barrio, no hay un alma por la calle. Yo diría que está aterrada.

-Está cerca, ahí a tu izquierda, en la primera calle que cruza la Gran Vía. Pero date prisa, que está a punto de pasar...

Soltando un respingo a medias entre grito y jadeo, la mujer sale disparada hacia donde le ha indicado el chofer, corriendo alocadamente. Entonces cambia la fase semafórica, y el autobús gira por Gran Vía, incorporándose al lateral del lado contrario. Avanzamos unos metros hasta rebasar la Jefatura de Tráfico, el gran edificio de oficinas conocido como La Campana. Me doy cuenta que el conductor, lejos de desentenderse de la mujer, mira por dónde va corriendo. Yo también la sigo con la vista, entre interesado y curioso. Ella, dejando atrás la calle indicada, sigue a lo loco, recorriendo a grandes zancadas la acera frente a la desconchada pared del campo de fútbol de La Magoria. El conductor frena casi en seco, abre la ventanilla, y se pone a gritar a la mujer a pleno pulmón.

-¡¡No!! ¡¡Por ahí no!! ¡¡Por esa calle, por la que acabas de pasar!! ¡¡¡Hacia arriba!!!

Ella se para, le mira, hace varias inspiraciones muy profundas, cansada sin duda, y tras ese breve alivio se lanza a correr de nuevo hacia donde él le ha dicho, sola, loca, desmadejada, su sombra solitaria rebotando contra las paredes, bajo la pálida, insegura y mortecina luz de las amarillentas farolas del campo de La Magoria. El chofer sigue atento sus evoluciones, y todos los pasajeros con él, se diría que hasta algo preocupados de que a la pobre no le pase nada. Entonces, al ver venir el autobús de la línea N-13 en sentido contrario por la Gran Vía, nuestro conductor le hace señales luminosas  hasta que llama la atención de su compañero, el que hace el viaje en dirección contraria.

-¡Oye, que hay una mujer por ahí corriendo, que va a Sant Boi, y está perdida...!

El conductor del otro autobús, que se ha detenido a nuestra misma altura, hace un gesto con la mano, levantando el pulgar, el internacional OK.

-¡Párate aunque no esté en la parada – insiste aún el nuestro – Que si no le va a dar algo!

-Tranquilo, que sabiéndolo, ya me fijo, no pasaré de largo...

Tras este breve diálogo, ambos vehículos siguen viaje en sentido opuesto, cada uno hacia su destino correspondiente.

-Ha sido bonito, ¿no? – me dice Elma, a la que creía medio dormida, pero que al parecer se ha enterado de todo.

-¿Bonito? ¿A qué te refieres?

-Al conductor, claro. A que aún quede alguien que se preocupe, sin tener obligación de hacerlo, de que a otra persona, una perfecta desconocida, no le pase nada...

Sí, tiene razón. Muchos otros conductores habrían seguido ruta sin mirar atrás, y allá se las compusiera al pasajera que no sabía ni dónde estaba la parada. El nuestro no, él se preocupó por ella, por lo que pudiera pasarle, y la ayudó en la medida que pudo. Bonito no sé, pero yo diría esperanzador. Mientras haya gente así, gente como él, no nos hundiremos del todo en el fango.

martes, 26 de abril de 2011

Relatos: Barcinova (I) Segunda Génesis

En un día dedicado a la literatura, el día en que por fin he comprado los libros que normalmente hubiera comprado en Sant Jordi, quiero recuperar la costumbre de publicar en este blog alguno de los relatos que voy escribiendo, sin demasiada constancia, la verdad sea dicha. Éste que sigue es el primer capítulo de una serie que ya publiqué, hace un par de años, en otro blog. Me gustaría no solo recuperarlo, sino continuarlo, aunque está difícil. Pero vamos con la ficción:

Frío. Es la sensación que impera, que se impone a todas las demás. Un frío intenso que entumece tus músculos y pinza dolorosamente tus nervios hasta embotarte el cerebro. Las botas chapotean sobre el agua enfangada que inunda el suelo de roca mohosa, empapadas al igual que lo que queda del desgarrado uniforme, solo jirones de tela. Tu pelo rubio, sucio y estropajoso, encrespado por la humedad, roza la bóveda de arco de medio punto que cierra por arriba el angosto pasadizo por el que avanzas. Casi no cabes en él, y sabes que puede estrecharse aún más en cualquier momento. Pero no puedes volver atrás, como tampoco detenerte a descansar. Si te paras estás muerta. Así que sacas fuerzas de flaqueza y sigues, agotada y enfebrecida, pero aún no rendida. Aún no.

Una ráfaga de aire acaricia de pronto tu cara. Silba como un quejido lastimero, de alma en pena, a lo largo del claustrofóbico universo que te envuelve. Te detienes, jadeando de miedo, ira y nerviosidad. Perdiste el fusil al hundirte junto al suelo sobre el que caminabas cuando estalló el proyectil que mató a todos tus compañeros. Tu única arma es una pistola de pequeño calibre con una sola bala en la recámara que robaste al cadáver de un hombre no uniformado que hallaste flotando sobre las fétidas aguas de la alcantarilla en la que llevas viviendo dos días. Dos días sin comer, sin dormir, sin apenas detenerte, más que cuando el dolor en las piernas te impide dar un paso más y el agotamiento te nubla la vista.

Incesantes truenos apenas amortiguados por la distancia y las sólidas paredes de piedra te cuentan que el duelo artillero prosigue. Algo más cerca, justo encima de ti, armas automáticas de variados calibres interpretan solos de percusión de gran intensidad rítmica. La batalla continúa unos metros por encima de tu cabeza. A pesar de todo, quieres salir al exterior con toda tu alma. Afuera ya sabes lo que te espera, y no te asusta, le has perdido el respeto a la muerte. Pero esta soledad, este frío sobrenatural, este olor a podredumbre secular que se respira en las laberínticas galerías, todo esto te es más difícil de soportar, te transporta a las pesadillas de tu infancia, mostrándote unos terrores secretos que creías ya olvidados, pero que no, que han permanecido ahí, agazapados en los recovecos de la memoria, esperando un momento propicio como éste, para clavar en tu cerebro sus afiladas garras. Por primera vez desde tu bautismo de fuego, desde el horror indescriptible de aquel primer combate, el miedo te atenaza por completo.

Ruido al fondo. Sí, indudablemente. Al llegar al cruce entre dos de los túneles lo has oído con nitidez. No el leve murmullo del agua fluyendo. Tampoco los agudos chillidos de las ratas cuyo reino estás explorando. Ni siquiera el inesperado aullar de una ráfaga de viento, y mucho menos el eco de los combates que continúan y continuarán hasta reducir la otrora próspera ciudad comercial a cenizas. No. Ahora estás segura. Ahora sabes que no estás sola.

Tu espalda se pega a la pared, carne y sangre queriendo fundirse con roca y argamasa. El ruido se hace más nítido a cada instante. Sea quien sea, se acerca. Los dedos de tu mano derecha se agarrotan sobre el arma. Una sola bala, una sola oportunidad. Te ocultas tras un recio pilar que debería disimular tus formas. Tu mente, vencida por el cansancio y el miedo, te hace imaginar alucinantes monstruos acechándote. Pero no es un monstruo, sino otra mujer, la que pasa cautelosamente junto a ti, sintiéndote sin verte. La certeza de  no haber sido descubierta y el que solo tengas una bala te decide a usar la pistola solo como objeto contundente. Aprovechando la ventaja de la sorpresa la agarras por detrás, pero ella, rápida de reacciones, trata de zafarse. Sus extremidades se tensan bajo tu peso cuando rodáis sobre el fango y las inmundicias que cubren el suelo. Recibes varios golpes despiadados en las costillas que casi te dejan sin respiración, y respondes igual de despiadadamente alzando la mano armada y descargándola con brutalidad donde intuyes más que ves su cabeza. Golpeas una, dos, tres veces, hasta que los brazos de tu oponente quedan inmóviles.

Con suma prudencia te alejas unos centímetros sin dejar de encañonar el cuerpo inerte. Lleva uniforme. Un uniforme enemigo aún más harapiento que el tuyo, que deja al descubierto buena parte de su piel marfileña, cubierta de llagas y moratones. En una de sus mangas luce el símbolo de la llama negra sobre fondo rojo con el lema “Arditi” bajo el león plateado de San Marcos, y la sangre te hierve al verlo. Fuerzas Especiales, lo peor de lo peor entre los enemigos…  Le apartas el pelo azabache, sucio y enredado como una fregona usada. Es muy joven, más que tú, rozará los dieciocho años. Su rostro ovalado de suaves formas mediterráneas está cubierto de suciedad, costras de sangre seca y brillantes máculas de sangre fresca en los lugares donde acabas de golpearla. Un somero registro te indica que no lleva encima ningún arma.

Cuando le arrojas a la cara la maloliente agua fecal de la alcantarilla empieza lentamente a reaccionar, abriendo sus grandes ojos negros tras una serie de gemidos entrecortados, tardando en recobrar la plena consciencia. Al tratar de incorporarse, el cañón de la pistola queda justo frente a su rostro, y no puede reprimir una exclamación de sorpresa. Te mira a la cara con expresión dubitativa, y luego vuelve a concentrar su mirada en el arma que la amenaza.

-Como militar al servicio de la Señoría de Venecia, se te considera enemiga del Muy Alto Señor, Rey de Aragón – pronuncias con cierta solemnidad, vocalizando mucho para tratar de hacerte entender – Eres mi prisionera. No hagas tonterías y yo tampoco las haré.

Levanta los hombros en un gesto ambiguo que lo mismo puede ser de asentimiento que de incomprensión, y vuelve a fijar en tu cara sus deslumbrantes pupilas, esta vez con cierto descaro.

-¿No te parece bastante tontería estar las dos aquí metidas como ratas? – pregunta hablando tu lengua con soltura, con solo un leve acento italiano.

Te cae bien, mejor de lo que debería, así que mejor no dialogar con ella. Con gestos le indicas que se levante y camine por delante de ti. Por supuesto que es una tontería estar aquí encerradas, pero no lo admitirás delante suyo. Le hundes la pistola entre las costillas, haciéndole así mantener una cierta distancia por delante que impida que trate de hacer nada, pero que la disuada a la vez de intentar huir.

Camináis lenta y silenciosamente durante varias horas más, hasta que un resplandor rasgando la penumbra al fondo anuncia que hay a lo lejos una salida del laberinto.

-¿Sabes lo que es eso?

-Hasta hace doce horas, nuestro puesto de mando. Fue por donde me metí en la alcantarilla cuando lo bombardeasteis.

-Y ahora, ¿Son posiciones de los míos o de los tuyos?

Ella se encoge nuevamente de hombros.

-Quien sabe… En realidad no importa, estamos condenadas a morir aquí. Nosotras, y los míos, y los tuyos y cualquiera que venga…

-Anda, no digas bobadas

-No son bobadas. Antes que nosotros, genoveses y pisanos, turcos y griegos, conquistaron la ciudad a sangre y fuego, pero ninguno pudo retenerla. Es una ciudad maldita, donde solo reina la muerte. Nadie puede salir vivo de ella.

¿Te inquietan sus palabras? Más de lo que quisieras reconocer. Por eso hundes aún más la pistola en su cuerpo, obligándola a caminar.

-Venga, vamos a ver quién hay ahí fuera…

Apenas el sol ciega momentáneamente tus ojos, desacostumbrados a la luz después de dos días enteros en penumbra, alguien te agarra por detrás, inmovilizándote. Una bota militar pisa tu muñeca, impidiéndote usar el arma que empuña esa mano. Tu prisionera es derribada de un violento empujón que le propina un hombre vestido de uniforme, un uniforme igual al tuyo.

-¡Eh, eh, joder! ¡Que soy de los vuestros!

El forcejeo con quien te sujeta cesa de repente, pero sin soltar aún la presa. Un cañón de fusil de asalto se clava en tu nuca.

-¿De qué unidad?

-Del Tercer Estol de la Décima Brigada

Otro hombre agarra tu mano izquierda sin que te resistas y pasa un lector láser por su palma, comprobando tu código de identidad tatuado en ella.

-Dice la verdad.

Te ves libre al fin, y respiras aliviada. Libre y en tus posiciones.

El que está frente a la veneciana la mira con pupilas desorbitadas.

-¿Y ésta?

-Una prisionera que andaba como yo perdida en la cloaca…

A los ojos exageradamente abiertos se une ahora la respiración algo entrecortada y los labios babeantes. No hay duda de lo que está pensando, de lo que va a ocurrir. Algo que ya has visto antes.

-Vamos a interrogarla…

El que te sujetó por la espalda avanza hasta colocarse a tu lado. Ha dejado el fusil en alguna parte y mira a la prisionera con la misma expresión de lobo hambriento que el otro. Su mano derecha se pierde entre los desabrochados correajes. La veneciana te mira con ojos no de súplica, sino de desafío, y te mueve algo por dentro. Sí, lo has visto antes, pero hoy algo es distinto. Hoy querrías hacer por ella lo que desearías que ella hiciera por ti si estuvieras en su lugar.

-Esperad…

Te miran, sorprendidos de que intervengas. Nadie discute las reglas no escritas del frente.

-¿Qué pasa? ¿Es de tu exclusiva propiedad?
-No pero…

-Lo que no es de nadie es de todos – sentencian al unísono

Un aforismo que discutirían sin duda tus antiguos maestros en leyes. Pero la guerra tiene sus propias y peculiares normas, por supuesto, y aquí ese aforismo, referido a personas y equipos capturados, es Ley. Una Ley tan indiscutible que solo puedes guardar silencio mientras miras a la veneciana con un cierto resquemor culpable que ella parece notar y echarte en cara con su fulgurante mirada ambarina y su boca orgullosamente cerrada en un gesto de desprecio.

El que está más cerca de ella se le tira literalmente encima. Empieza entonces una lucha sorda y salvaje. No hay gritos ni quejidos, solo un duelo de fuerza y determinación entre los brazos de él que tratan de despojarla de la poca ropa que le queda y los de ella que tratan de zafarse. El otro, mirando sin intervenir, se ríe quedamente, al parecer satisfecho del espectáculo, mientras su mano sigue perdida en la bragueta abierta.

Y es en ese preciso instante que algo se te rompe por dentro. Una cuchilla va cortando tu cerebro en trocitos cada vez más pequeños, sientes perfectamente su gélido filo paseándose por dentro de tu cavidad craneal. Te pones a llorar, no sabrías decir si por ella o por ti misma, mientras una ola de rabia parte de lo más profundo de tus vísceras y sale al exterior en forma de grito inhumano, bestial, que parece poder lograr que todo se detenga. Aún tienes la pistola en tu mano. Apuntas y disparas de improviso, antes que nadie pueda hacer nada por impedirlo. El soldado, que había logrado vencer la resistencia de la prisionera y cabalgaba desbocado sobre la cintura femenina, se desploma pesadamente a un lado tras un quejido sordo.

Ella te mira, sorprendida, y en esa mirada notas la caricia de la complicidad y el agradecimiento. Solo que no sobra el tiempo para esas banalidades. Una fiera sedienta de tu sangre se lanza sobre ti y te arrebata el arma de las manos. Trata de disparar, pero no quedan balas, y eso solo parece aumentar su furia. Antes que puedas tratar ni siquiera de incorporarte, clava el cuchillo con saña justo bajo tu clavícula izquierda, buscando el corazón, aunque demasiado alto. Pero el filo te ha atravesado de parte a parte, y la vida se te escapa en un manantial de sangre que tratas inútilmente de taponar con la mano. Con los ojos entrecerrados, meras rendijas a las que se asoma un odio infinito, las manos crispadas como garras de cuervo y el pantalón caído hasta los tobillos, falto de sujeción, el hombre alza de nuevo el cuchillo, buscando el lugar más propicio para rematar la faena de la primera puñalada, que por precipitada no fue certera. Y tú, vencida, te quedas allí mirándole a los ojos, esperando la muerte. Ahora, por fin, todo acabará.

Pero no, pareces condenada a no morir en esta jornada desesperante. Como en sueños, ves la cabeza de tu atacante separarse del resto de su anatomía, impelida por una fuerza sobrehumana. Un auténtico manantial de sangre sale disparado por el muñón, tiñéndolo todo de rojo oscuro en un radio de tres metros a la redonda, antes que el cuerpo mutilado caiga pesadamente hacia atrás. Tras él, desnuda, ensangrentada y tumefacta, está plantada la veneciana, los músculos de brazos y piernas tensos como cuerdas de guitarra, una maldición en su boca entreabierta, y sujetando con ambas manos el enorme machete que hasta hace poco pendía del cinturón de su violador.

Tras unos segundos de admirativo silencio por parte de ambas, la veneciana se te acerca y, pasando su mano izquierda por tu herida, la introduce seguidamente en su boca, chupando ávida la sangre que mana de ella.

-Gracias.

Lloras y ríes a la vez. La vida se te escapa deprisa a través de la herida sangrante, y solo sientes un helado vacío dentro de ti.

-Vete, no seas tonta. Vuelve a tus líneas, al menos que una de las dos se salve…

-No, no voy a volver a mis líneas. Me equivoqué, no era nuestro antiguo cuartel general. Mira donde estamos, fuera de la ciudad. Éste debía ser vuestro último puesto de observación. La batalla sigue pero dos o tres kilómetros más allá. Hemos salido de la ciudad y por tanto hemos roto la maldición.

Da media vuelta y comienza a caminar decidida, sin tratar de cubrir su desnudez. De pronto, se vuelve y te mira cálidamente de nuevo.

-¿Cómo te llamas?

-Kira. ¿Y tú?

La veneciana sonríe con tristeza.

-Aún no tengo nombre, Kira, acabo de nacer ahora mismo. Pero te prometo que tendré uno la próxima vez que nos veamos.

-¿De veras crees que volveremos a vernos?

-¿Qué si lo creo? Hemos renacido, hemos roto la maldición de la ciudad de la muerte. Claro que lo creo. Volveremos a vernos.

La ves alejarse, sin ropa y sin compañía, como si de verdad acabara de nacer por segunda vez, y la sigues con la mirada hasta que se pierde tras el horizonte, un horizonte despejado, sin edificios ni posiciones defensivas, lejos, efectivamente, de la batalla. ¿Estás muriendo, o naciendo tú también de nuevo? No podrías asegurarlo. La pérdida de sangre te lleva a la inconsciencia, pero, perdidos ya los sentidos terrenales, alcanzas un curioso estado de trascendencia. Retazos de tu vida, restos del naufragio, pasan lentamente ante ti. Sea como sea, si esta es una segunda génesis, nacerá alguien mucho más descreído y mucho menos recto de lo que tú eras hasta ahora.

domingo, 24 de abril de 2011

Un Sant Jordi extraño

Ha sido éste un Sant Jordi en verdad extraño. Sábado Santo, mitad del puente que en Barcelona va de viernes a lunes, y además, en mi caso, semana larga de trabajo, o sea, tres noches consecutivas de guardia, a saber, viernes, sábado y domingo. En resumen, pocas ganas, muy poco tiempo, y nada de lo que otros años hicimos este día Elma y yo: Ni pasear por Barcelona, ni comprar libros, ni ir a que nos los firmaran sus autores... Nada.

Puse el despertador un rato antes para poder disponer de apenas media hora de tiempo extra que me permitiera comprar la rosa, porque eso sí que no lo hubiera consentido, que Elma se quedara sin rosa. Tenía la idea de comprar para ella una rosa de esas que van bien envueltas en una caja, que aguantara hasta la tarde, cuando se la iba a dar, pero no había en ningún puesto cercano a casa, y tampoco tenía tiempo de ir mucho más lejos en su busca. Recorrí la Plaza Universitat enterita, me metí por calle Tallers hasta Plaza Castilla, de allí por calle Jovellanos hasta calle Pelai, me desvié por calle Vergara, y subí calle Balmes arriba hasta la Gran Vía. Harto de ver multitud de rosas pero ninguna como la que buscaba, llegué a un puesto de la esquina con calle Aribau, volviendo a casa tras completar el periplo anteriormente descrito en forma de círculo, y sin tiempo ni ganas de dar más vueltas compré allí dos rosas normalitas para mi madre y mi tía (Mi madre hubiera montado en cólera de saber que gastaba más dinero del estrictamente necesario en una rosa para ella) y una algo más bonita, metida en un pequeño florero, para Elma.

Siempre pretendo regalar a Elma la mejor rosa de Barcelona, pero diría que solo un año, en que la regalé una espectacular rosa color naranja con un tallo casi tan largo como ella misma, pude decir que lo había conseguido, que no había rosa más bonita en la ciudad. Ayer desde luego no fue ni de lejos así. Yendo a darle la rosa y pasar un tiempo en su compañía antes de venir a trabajar, miraba con verdadera envidia a una pareja sentada frente a mi en el vagón de metro. La chica, una morenaza de curvas mareantes, lucía orgullosa en su mano una llamativa rosa color azul claro, exótica y bellísima, y mi rosa roja en su absurdo florerito me parecía al lado de aquella como de segunda clase, aunque ya sabía que a Elma le iba a gustar igual, y de hecho siempre me dice que con la intención basta, que no me gaste tanto, que le compre una rosa normal, de las baratas, que a ella le da igual. Pues mira, a mí no. A mí me gustaría, y tal vez algún día pueda permitírmelo, dar a Elma lo mejor de cada cosa, porque ella no se merece menos.

Lógicamente, la rosa, aunque yo hubiera querido que fuera mejor, hizo igual su efecto, a Elma le encantó y la puso con florero y todo en un lugar privilegiado de la estantería del salón, como si mereciera ser expuesta. Después, paseamos por las animadas calles de Santa Eulalia, hasta ese bar que llamamos nuestro bar, y charlamos allí largamente. Nos acechan los problemas, y pronto, seguramente antes de verano, deberemos tomar decisiones difíciles. Pero ayer por la tarde, finiquitando el extraño Sant Jordi sentados en la mesa del rincón oscuro del bar, nos complacíamos tan solo de nuestra mutua compañía, sin dejar que nada nos perturbara, hasta lograr que el mundo desapareciera de alrededor, que durante unos minutos solo existiéramos Elma y yo y nada ni nadie más importara. Al final, claro, el mundo siempre acaba imponiéndose. El maldito reloj dice que ya es hora de ir a trabajar, y no queda sino acatarlo, despedirse con un largo, dulce y cálido beso frente a los tornos de acceso a la estación de metro de Santa Eulalia, y dejar que el recuerdo de esos minutos felices a su lado sea bálsamo que calme los escozores de la interminable noche de guardia...

miércoles, 20 de abril de 2011

A veces me indigno

A veces, me indigno. Me sigo indignando. Y me sorprende.

Porque no debería. ¿A qué narices paso estos berrinches, si lo tengo ya todo visto en el mundo de las relaciones laborales, si ya nada debiera sorprenderme, y mucho menos indignarme?

He visto elegir a los peores para los mejores cargos.

He visto postergar a los mejores hasta prácticamente expulsarlos de la empresa por pura envidian de los primeros.

He visto cómo una Supervisora me denegaba una semana de vacaciones que había solicitado, argumentando que los últimos tres días de la semana entraban en el mes de noviembre, y noviembre, por normativa de la empresa, era mes inhábil para vacaciones. Y he visto como, según acababa de hablar conmigo, exhortándome a que rellenara una nueva solicitud de vacaciones en otra semana, se dirigía a la compañera sentada frente a mí, notificándole entre bromas y alharacas que a ella sí que se le concedían las vacaciones que había solicitado. ¿Lo adivináis? Nada menos que quince días en el mes de noviembre. Sí, lo sé, no digáis nada.

He visto, oído y sufrido mentiras, traiciones, golpes bajos y puñaladas traperas.

Os aseguro, pidiendo perdón por el exagerado dramatismo, que desde el primer día que pisé el primer centro de trabajo donde me desempeñé, me volví peor persona.

He visto todo eso, y muchas cosas más que no tengo sitio ni tiempo ni ganas de contar.

Y a pesar de eso me indigno, y no puedo sino concluir que soy gilipollas.

Porque no debiera indignarme. Debiera esperar lo peor de cada uno de mis compañeros. Debiera asumir que el que pueda joderte te joderá y el que pueda beneficiarse en algo de que tú estés jodido te joderás dos veces… Debiera saberlo y aprenderlo, asumirlo y aceptarlo, y dejar de indignarme a lo bobo, que parezco nuevo, joder, y no lo soy.

Que sé de sobra que vales tanto como lo que hiciste ayer, que nadie tiene en cuenta si te has esforzado más o menos, si has puesto de tu parte un plus de dedicación o no, que al final de mes cobras lo mismo que cualquier otro de tu categoría profesional, por más que ese otro trabaje la mitad que tú y se escaquee todo lo que pueda. Y cuidado, no sea que ese otro, irresponsable y escaqueado, caiga mejor que tú, que a fuer de responsable pareces serio y aburrido, un muermo, vamos, vaya plasta de tío, y aún le beneficien, al lerdo irresponsable, por su simpatía. Que tú eres un hueso, hijo, así cómo le vas a caer bien a nadie...

No tendría que indignarme, pero me indigno. Que tonto soy. Aunque para lo que me sirve...

jueves, 14 de abril de 2011

Cosas que pasan en el metro de Barcelona

Martes, a primera hora de la tarde. Dos chicas suben a un convoy de la Línea 2  en la estación de Passeig de Gràcia. El vagón va lleno, pero sin agobios, no es hora punta. Las chicas no tendrán más de quince años. Son menudas, delgaditas, fibrosas, y ambas coronan sus cabezas con sendas cabelleras lacias, largas hasta casi la cintura. Una de las dos camina renqueante, apoyada en una muleta. La otra le ayuda, solícita. Nada más subir, echan una ojeada alrededor. Todos los asientos están ocupados, pero muy pocos por personas que realmente los necesiten. Ellas, tímidas, no se atreven a pedir a nadie que se levante, así que se quedan de pie, agarradas a una barra, la de la muleta haciendo equilibrios ayudada por su amiga. Luego hablarán de civismo y otras zarandajas. Yo voy de pie junto a una de las puertas, y a mi lado, por ejemplo, hay cuatro hombres jóvenes ocupando una de las hileras de asientos. Cuatro hombres que se dan perfecta cuenta de la presencia de las chavalas, pero que en vez de ayudarlas miran a otro lado, disimuladamente. Hay que joderse. De repente, una señora, ya de cierta edad, hasta ese momento enfrascada en la lectura de un libro, se da cuenta, al elevar la vista, de la presencia de la chica de la muleta. Rápidamente, se pone en pie y le ofrece su asiento. Las chicas le dicen que no hace falta, pero ella insiste hasta que la coja se sienta. Ahora es la señora, con su pelo blanco y su aspecto de abuelita bondadosa, la que va de pie agarrada a la barra metálica. Los cuatro hombres jóvenes siguen con el culo encajado en sus respectivos asientos. Y se llamarán hombres. Y no se les caerá la cara de vergüenza...

Martes, ya de noche. Elma y yo esperamos el metro en la estación de Santa Eulalia, tras cenar en su casa vamos a dormir a la mía. El convoy de la Línea 1 entra en la estación y, cuando vamos hacia la puerta para subirnos, nos pasa por delante como una exhalación, empujándonos sin miramientos para ser la primera, una mujer de unos treinta años, con el pelo teñido de rubia platino y un impecable traje chaqueta blanco de muy buen corte. Habla en voz alta por el móvil, manteniendo una insulsa conversación sobre algún tema familiar que a nadie más que a ella debe interesar, aunque se empeñe en compartirlo con todo el vagón. “Señores, por favor... No tengo trabajo, no tengo piso, tengo tres hijos...” El mendigo que ha aparecido proveniente del vagón contiguo llora mientras hace exageradas reverencias, hasta el punto de caer de rodillas y doblar la espalda, dando con la frente contra el suelo del vagón. Su tono de voz, sus genuflexiones, su desgarro, todo en él es excesivo, casi histriónico, y parece falso. Seguro que todos lo pensamos, porque nadie le da ni una moneda, y él prosigue su camino hasta el siguiente vagón, donde volverá a postrarse en el suelo, a humillarse, a pedir a gritos... La rubia platino del traje blanco eleva de pronto el tono de voz (¡Dios mío! ¡Sigue hablando por el móvil!) “Ay sí, chica, lo siento, es que ha venido uno de estos perros pulgosos que se tiran por el suelo para pedir...” Elma y yo cruzamos dos miradas indignadas. ¿Hemos oído bien? ¿Le ha llamado “perro pulgoso”? Sí, hemos oído bien, ya lo creo. A ver, insisto, el tipo era muy exagerado, y no le hemos creído, pero... ¿perro pulgoso? Ya me gustaría verla a ella teniendo que mendigar, debiendo humillarse para comer. Solo las gafas de sol que lleva como diadema, de marca de alta costura, ya darían para alimentarse varios días...

Miércoles a mediodía. Subo a un convoy de la Línea 2 en la estación de Universitat para ir a comer a casa de mi madre. “¡Yo soy un hombre!” Oigo nada más entrar. “Si tú eres hombre también, vamos fuera y lo arreglamos...” Está visto que la tenemos liada. El que habla es un tipo alto y grueso, de aspecto sudamericano, aunque su acento es muy leve. Se dirige a un hombre de mediana edad sentado frente a él. No sé qué habrá provocado el inicio de la discusión, pero el sudamericano parece dispuesto a provocar al otro hasta conseguir la pelea que busca. “Yo soy hombre – insiste – Y lo resolveré como hombre. Pero tú eres un maricón y te quedarás ahí sentado ¿verdad? ¡¡Di, maricón de mierda!!” El metro va lleno de gente, y todos permanecemos atentos, interesados y temerosos, por lo que pudiera pasar. Se masca la tragedia. Sin embargo, nadie interviene, ni dice nada. Nadie querría acabar situado justo en medio de ambos contendientes. “Tú lo que quieres es ir a la cárcel, ya lo veo – responde de pronto el otro -  Eso quieres, sudaca de mierda, que te metan en la cárcel y así comer a cuenta de todos nosotros...” Vale, estupendo, eso es calmar los ánimos y lo demás son tonterías... Que le den un cargo en la ONU, que vale para pacificador, el muy cabrón... El sudamericano recibe la frase como si fuera un puñetazo, y se alza del asiento, furibundo. Algunas mujeres que están sentadas cerca huyen despavoridas. Algunos hombres se apartan sin decir nada. Otros como yo permanecemos allí, aunque al menos en mi caso no pienso intervenir. Aparte que no me gustaría ser yo quien acabara recibiendo candela de la fina, la verdad es que ambos se merecen que les rompan la cara, por chulos, matones y provocadores. El sudamericano está a punto de alcanzar a su rival, que espera impertérrito su llegada, sin mover ni un músculo de la cara mientras el otro avanza hacia él, como si de verdad quisiera y aún ansiara ser golpeado, recibir una paliza, como indudablemente va a pasar, cuando un tercer hombre se interpone entre ambos. Es un negro enorme, tan alto que la cabeza rapada al cero le roza con el techo del vagón, y proporcionalmente ancho. Cual armario ropero lacado en negro que hubiera aparecido de la nada, detiene el camino del sudamericano con una manaza de imponente tamaño que apoya en su hombro, y mira también al otro de soslayo, con cierta rabia reflejada en su mirada negrísima. “¡Ya parad vosotros!”, exclama. Habla mal el castellano, con un fuerte acento africano, pero a pesar de su defectuosa dicción el mensaje es clarisimo. “La gente aquí quiere ir a su casa – prosigue en alta voz – La gente no quiere problemas. Yo no quiero problemas. ¿Tú quieres problemas?” le espeta al agresivo sudamericano, que niega con la cabeza, ponderando sin duda que no es lo mismo enfrentarse al otro, de complexión normalita, que a este mastodonte de ébano. Bajo la atenta mirada del improvisado pacificador, se vuelve a sentar, refunfuñando por lo bajito, pero sin atreverse a decir nada en voz alta, al igual que el otro, que permanece callado como una tumba. Al final, vuelve la calma.

Son solo tres ejemplos de cosas que pasan a diario. Cosas que demuestran, a mi parecer, que esta ciudad se está yendo al garete. Llamadme catastrofista si queréis, no negaré que el pesimismo es un rasgo de mi carácter. Pero no vamos bien, no, nada pero nada bien...

lunes, 11 de abril de 2011

Abundando en la materia: De parejas y jueputas

Noche de domingo a lunes, pasada la medianoche, una pausa en las tres duras jornadas de cada fin de semana de guardia. Acabada la punta de trabajo que siempre se produce en las horas inmediatamente posteriores a la cena, y antes que empiece la aún más fuerte punta de trabajo de cuando empiezan a despertarse, es el único momento de relativo relax que tendremos en toda la noche. Momento de charlas y confidencias, como el que tienen los médicos en voz alta, rompiendo la quietud silenciosa de la madrugada.

-No creo en el amor para toda la vida, no existe - afirma la Dra. B - El enamoramiento tiene fecha de caducidad, como los yogures. Cuando pasa esa fecha, se convierte en otra cosa. Cariño, ternura... Puede estar bien, no digo que no, pero no es lo mismo.

-¡Pero... pero tú estás casada! Se supone que quieres a tu marido... Y si ya no le quieres, se supone que debieras decírselo, y dejarle - Se indigna el Dr. G

La Dra. B sonríe amargamente, con expresión hastiada.

-¿Que debo querer a mi marido, dices? Te diré cómo hemos pasado este domingo mi marido y yo: Hemos comido juntos, hablando solo para comentar las noticias que iban explicando en el telediario. Después, yo me acosté para dormir la siesta antes de venir aquí, y al levantarme vi que él había marchado sin ni tan siquiera despedirse. No sé ni dónde ha ido, ni si piensa volver. No me cuentes cuentos de Perrault. El amor es una cosa, y el matrimonio otra muy distinta

-¿Cuánto llevas casada? - Quiere saber el Dr. A

-Seis años - responde ella, y su tono de voz parece decir “un siglo”

-Yo con mi mujer estuve siete años - dice el Dr. A - Pero después de la separación, ninguna me ha durado más de tres o cuatro meses…

-Pues qué queréis que os diga, yo sí que creo en el amor – se empeña el Dr. G – No debiéramos renunciar a él, aunque sea solo como ideal, como utopía, como horizonte…

-Ya se ve que no renuncias a encontrarlo, ya – se burla la Dra. B – Que por eso debe ser que estás divorciado tres veces…

No puedo evitar reírme. La Dra. B golpea donde sabe que duele... Me alejo sonriente, camino del Office. Aprovecharé el momento de calma para cenar, si no, después, ya no podré. Me sorprende encontrar a Nuska, que esta noche está haciendo una guardia extra, cortando un pastel de yema tostada en diez porciones iguales con precisión de relojero suizo. “¿Es tu cumpleaños?” Le pregunto. “Ayer” responde ella con voz ahogada y la mirada más triste que recuerdo haber visto nunca en alguien que celebra un cumpleaños. Algo pasa. Noto esa especie de quemazón estomacal que precede siempre a las peores noticias, a las más dolorosas revelaciones. Aparento ignorancia. “¡Vaya, mujer pues felicidades! ¡Qué calladito te lo tenías! Seguro que has tenido muchos regalos, ¿no?... Dime, ¿Qué te ha regalado tu novio?” La mano que sujeta el cuchillo se detiene en seco sobre el pastel. Eleva hacia mí su mirada enrojecida. Está a punto de llorar. “¿No lo sabes?” pregunta entrecortadamente. “¿El qué?” digo yo, y no reconozco mi propio tono de voz.

Deja el cuchillo a un lado y se quita la chaqueta negra de punto. Sobre su piel pálida y lechosa, grandes y profundos moretones manchan sus brazos justo donde la han agarrado violentamente, aún se distingue la forma de las manos. Mientras los miro sin acabar de creer lo que estoy viendo, se sube el bajo de la camiseta para que vea los otros hematomas, más grandes y oscuros, los de los golpes en su barriga. “Pero, ¿Cuándo fue?” “El jueves, ¿No me oíste hablar con Amy?” Niego con la cabeza, apesadumbrado. Se pone de nuevo la chaqueta. “Pensé que lo sabíais todos” dice. Y aún a pesar de todos los pesares, tiene la presencia de ánimo para iluminar el óvalo de su rostro con una media sonrisa.

“¿Por qué?” Pregunto, y sé aún antes de salir la última palabra de mi boca que es una pregunta estúpida, pues nada lo justificaría. Nuska se sienta a mi lado, con la derrota reflejada en sus tristes y dulces ojos verdes. “Pues porque le dije que no me mintiera más, que lo sabía todo, que me había engañado, que me había robado, dónde y con quién se había gastado mi dinero, en fin, lo dicho... Ni siquiera se lo recriminé, ¿sabes? Solo quise que lo admitiera de una vez, porque él seguía negándolo”. “¿Y entonces…?” Suspira, hace un gesto vago con las manos, y esta vez la sonrisa queda en intento. “Entonces se cabreó, y me dio una paliza”.

Las lágrimas afloran a su rostro. Lágrimas negras de maquillaje corrido y de pena negra y de negra rabia como la que siento crecer en mis entrañas. La abrazo, apartando su melena rubia ceniza, y ella se recuesta contra mi hombro, casi dejándose caer. Siento su cuerpo menudo y quebradizo temblando contra el mío de ira, dolor y nerviosidad. Dejo que se desahogue. Pasan unos minutos, se repone un poco, y me da las gracias con un gesto. Incorporándose, aparentemente más animada y resuelta, se limpia la cara con un kleenex y toma en sus manos con sumo cuidado la bandeja de cartón con el pastel de yema tostada cortado en porciones. “Ya pasó, Jan, eso fue el jueves y hoy es domingo, y es mi cumpleaños, y ese cabrón no me lo estropeará. Vamos a celebrarlo...”. Y sí, lo celebramos, aunque todos lo sabíamos, aunque nadie tenía cuerpo para demasiada fiesta. Brindamos con cava. Comimos el pastel. Adornamos nuestros rostros de cartón piedra con falsas sonrisas pintadas. Estoy seguro que todos estamos pensando en lo mismo, esperando en silencio que lleguen las ocho de la mañana para marchar cada uno a su casa. Así nos vemos, con aspecto de comitiva fúnebre, cabizbajos y cariacontecidos. Me apuesto lo que sea que ninguno de nosotros dormirá bien mañana.

domingo, 10 de abril de 2011

La esperanza, segun Ovidio

Acabando una noche para olvidar, la noche central de un fin de semana de tres guardias consecutivas que se me están haciendo especialmente largas y complicadas, me encuentro en un recopilatorio de frases famosas (La de cosas extrañas que uno puede acabar leyendo en su media hora de descanso, tratando, mientras bebe un café en el Office, de distraerse de las preocupaciones que le esperan a escasos veinte metros...) con la siguiente frase, atribuída al poeta romano Ovidio:

“La esperanza es la que hace que agite el náufrago sus brazos en medio de las aguas, aún cuando no vea tierra por ningún lado”.

Me parece una perfecta definición que me gustaría compartir con vosotros, justo antes de volver a la vorágine de la Sala, del trabajo, de los pollos que a buen seguro me esperan allí...

jueves, 7 de abril de 2011

Tres móviles para Nena

-A ver, explícamelo otra vez, ¿Por qué llevas encima tres móviles?

Nena suspira de nuevo, con esa tristeza extrañamente antigua en una chica de su edad, y se dispone a explicarlo por quizás quinta vez. Antes, extrae del amplio bolso de rafia color arena los tres aparatos. Estamos sentados en la destartalada mesa de un bar muy cutre, indigno de la zona alta en la que nos hallamos. El local tiene un pomposo nombre vasco, pero todos le conocemos como “La Guarra”, imagino que no hará falta que explique por qué. A pesar de lo cual, se ha convertido en nuestro punto de encuentro ineludible. “Nos vemos en La Guarra...” Y allí nos vemos, sí, y allí bebemos cual si fuera hidromiel del Olimpo el líquido oscuro que solo eufemísticamente puede llamarse café, y allí comemos con fruición unos pringosos bocadillos de muy dudosa salubridad, servidos por un rancio camarero de uñas negras y pelo aceitoso. Nada de esto importa, es “La Guarra”, y por alguna razón que nadie ha logrado descubrir aún, la sentimos como algo nuestro.

Pasan pocos minutos de las ocho de la mañana, hay poca parroquia en La Guarra, y podemos instalarnos a gusto en una de sus mesas. Acabamos de terminar una guardia nocturna realmente infernal, y, demasiado alterados y cansados, de nada serviría irnos a la cama. Todos somos aves nocturnas veteranas, sabemos distinguir entre el dulce sopor que indica que conviene acostarse sin perder el tiempo, y la vigilia desvelada, el agotamiento plomizo y hasta doloroso que sabemos que no nos dejará dormir por mucho que lo intentemos. Mejor, en este caso, tomárnoslo con calma, dejar que el sueño llegue despacio, pausada y paulatinamente, sin pretender forzarlo.

Nena, os decía, extrae de su bolso los tres terminales telefónicos, y los coloca alineados sobre la mesa.

-Este es el mío, mi número de siempre, un Vodafone. Este otro, de Orange, lo compré para hablar con mi ex, porque él era de Orange y me costaba un riñón llamarle desde mi Vodafone. Este otro es un MoviStar. Me lo compré al poco tiempo de cortar con él, porque el muy cabrón conocía los otros dos números, y se pasaba días enteros llamándome para insultarme y amenazarme.

-Pero, cuando empezaste con él y no querías seguir en Vodafone, ¿No hubiera sido mejor pedir la portabilidad de tu número de Vodafone a Orange, en vez de comprarte otro móvil?

-No, no. Tardaba mucho. Además, en Orange, al darme de alta, me regalaron el terminal…

-Y luego, al cortar con él, cuando te insultaba y amenazaba, ¿No hubiera sido mejor dar de baja los dos números, ya que pensabas comprar otro, y dejarte de historias…?

-No. Quiero tenerlos para grabar sus mensajes amenazadores. Así le puedo denunciar a los Mossos con pruebas palpables, si no… Además, gracias a que los conservé pude evitar un pufo mayor. Que el muy jueputa había comprado varios ordenadores a mi nombre, utilizando mis datos, mi dirección, mi DNI, y una cuenta bancaria que previamente había abierto también a mi nombre en Banesto, y aún me hubiera costado más…

-¿Más que qué? – inquiere de nuevo Amy, que está especialmente preguntona esta mañana de primavera

Nena hace un mohín de disgusto, no sé bien si por la interrupción o por la incómoda pregunta.

-Más de los tres mil euros que me robó… - Hace una larga pausa, y cuando vuelve a hablar, parece realmente aliviada - ¡Menos mal que pude evitarlo! Este teléfono (El de Orange) era suyo, lo usaba él, pero yo se lo pagaba cada mes, lo tenía domiciliado en mi banco. Cuando me dí cuenta de lo que me había robado, fui a una tienda, dije que lo había perdido y pedí un duplicado de la tarjeta SIM. De este modo lo “recuperé” para mí, vamos, que le dupliqué el móvil. El cabrón lo había dado como teléfono de contacto para el negocio de los ordenadores, y por eso me enteré a tiempo de la estafa, y de que me había abierto cuenta en Banesto. Si  no, hubiera comprado los ordenadores a mi nombre, con mis datos, con esa cuenta falsa, los hubiera vendido a terceros compradores, quedándose el dinero, y. como su nombre no aparecía en ninguna transacción, el vendedor me los hubiera reclamado solo a mí. Me libré de una buena…

Hace otra pausa. Creo que espera que Amy o yo digamos algo. Pero según parece ni ella ni yo tenemos demasiadas ganas de hablar.

-Que pudo ser mucho peor - prosigue en tono justificativo – Que luego me enteré a otra chica le sacó casi cincuenta mil euros con una estafa parecida en una compra venta de un piso…

-Pero eso… ¿Mientras estaba contigo? – pregunta, ahora sí, Amy

-Sí. Fue una de las muchas tías con las que me engañó.

-¿La que dejó embarazada?-intervengo yo

-No, no, otra… Esa ya tuvo bastante con el bombo…

Me quedo pensativo. No es el sueño lo que me está invadiendo, sino una rabia ciega. Intento pensar en cosas buenas y agradables, en bucólicos atardeceres campestres, en doradas playas paradisíacas, o en las oscuras areolas de los jugosos pechos de Elma. No quiero que me posea del todo la rabia, si eso ocurre, ya será imposible dormir. Cáusticamente, como es ella, Amy pone fin a la conversación, tras beber de un trago el amargo carajillo de brandy que se ha hecho servir.

-Si es que elegimos siempre a los mejores, ¿verdad, Nena?

miércoles, 6 de abril de 2011

Hoy hace once años

Esta noche se cumplen exactamente once años. A las 23.00 horas del 05 de Abril de 2.000 inicié el primer turno de noche de mi vida, el primero de muchísimos, no imaginaba entonces cuántos serían. No eran buenos tiempos para mí. Había regresado poco antes, a mediados de marzo, con la idea de preparar la llegada de Micaela. Eso al menos habíamos hablado antes de venirme. Luchaba aún por esa relación, sin embargo ya moribunda, en dos sillas y mal sentado, como diría mi abuelo, a medio camino entre Canarias y Barcelona, entre una Micaela que aunque llevara a mi hijo en su vientre estaba cada día más alejada de mí, y una Elma a la que añoraba aún antes de reencontrarme con ella en mayo. Llegué a la ciudad donde nací solo y abatido, y me dediqué a buscar trabajo desesperadamente, con la vana esperanza de que cuando lo encontrara vendría Micaela. Por aquel entonces debía ser ya evidente que eso no ocurriría jamás, que yo no volvería a Canarias y ella no vendría nunca a Barcelona. Sin embargo, hablábamos por teléfono a diario, fingiendo que nos hacía ilusión oírnos, y, aún estando cada día más distanciados, elucubrábamos incesantemente sobre nuestro futuro, elaborando planes que resultaba evidente que no podríamos llevar a cabo. Cuanto tiempo y energías malgastadas…

Me dediqué a enviar currículos a diestro y siniestro, sin importarme para qué puesto ni qué categoría era la solicitud. Colgué la toga a finales del año anterior, absolutamente decidido a dejar la abogacía, y una vez aceptada e interiorizada esa decisión, traumática para mi, no me importaba dónde trabajar, con tal que me pagaran por ello. Pasé por un par de entrevistas estafa, de esas ofertas engañosas de comercial sin sueldo fijo, y a la tercera me llamaron de una empresa de telemarketing ya desaparecida (no me extraña) para unirme al servicio de atención al cliente de una empresa de telecomunicaciones. La verdad, desesperaba de poder encontrar nada mejor, se agotaban mis exiguos recursos, y visto lo que había visto antes de eso, la oferta era casi buena. La seleccionadora, que no era mala persona, me vio tan necesitado que me ofreció una plaza en el turno de noche, algo mejor pagada, y aunque nunca había trabajado de noche, ni imaginado tan siquiera que llegaría a hacerlo, acepté, creyendo que sería por poco tiempo. Solo hasta ahorrar algo. Solo hasta que Micaela viniera conmigo.

Nos necesitaban con urgencia en la Plataforma, tenían prisa por que nos incorporáramos, y el curso de formación fue un paripé. Una ensalada de información mal aliñada que nos dejó confusos, con más dudas que antes de iniciarlo. Claro que les daba igual. El último día había un examen de evaluación de los conocimientos adquiridos. Sentado en primera fila del aula, oí con claridad como el Supervisor de Formación y Calidad le decía al formador que nos había dado el curso, que se quejaba de no haber tenido tiempo de tratar todos los puntos del programa “Tranquilo, que si saben escribir su nombre correctamente, ya nos valen…” No me quedó ninguna duda sobre la clase de empresa para la que iba a trabajar.

Ese mismo día supimos que todos habíamos aprobado el examen (Grandioso logro del Dpto. de Formación) y firmamos los contratos. Dos días después, me incorporé a mi primer turno de noche, junto a dos novatos más, un psicólogo de Sabadell llamado Castells, y Johnny B.

Me fijé en él sin saber que era como yo uno de los nuevos. Alto y desgarbado, delgaducho y raquítico, de pelo negrísimo y piel bruna, siempre con la mirada brillante bajo las gruesas gafas de pasta, y con la sonrisa cínica permanentemente curvando sus gruesos labios, la verdad es que llamaba la atención… Claro que no tanto como oír una vocecita de canario flauta decir “a ver, por favor, los nuevos, que vengan” y, bajando la vista (la voz sonaba casi a ras de suelo), hallarme para mi sorpresa ante una mujer de apenas metro veinte decirnos a los tres boquiabiertos hombres que la contemplábamos “Mi nombre es P. y voy a ser vuestra Coordinadora…” Recuerdo perfectamente que poco después, subiendo las escaleras, Johnny B., que en aquel momento no me conocía de nada, me dijo animadamente “Ahí arriba habrá setas gigantes… ¡Espero que sean lisérgicas!”

A lo largo de los años he ido encadenando trabajos nocturnos, y en todos he encontrado gente algo “especial”. Nadie que se defina como normal lo acepta si no es por pura necesidad, y nunca dura demasiado tiempo. Asumo que los habituales de la noche tenemos todos algún que otro cable suelto, pero no he vuelto a ver nada parecido al personal de aquel primer trabajo. Había de todo, y a cual más extraño. Desde quienes prestaban “servicio técnico de redes” sin tener ordenador personal ni puta idea de lo que es una red, hasta un escandaloso grupito que venía de trabajar en líneas eróticas gays y no había quién pudiera con ellos, pasando por todos los grados imaginables de extraviados, alucinados y necesitados. La primera impresión era para echar a correr y no parar hasta Soria, pero era una impresión engañosa: Pronto el heterogéneo grupo se volvió una piña, y aún con todas las disputas y cabreos imaginables trabajábamos bien juntos. De hecho, nunca como en aquellos meses, antes de reencontrarme con Elma, liarme con ella, y empezar a dedicarle todo mi tiempo, había salido con compañeros de trabajo de la forma salvaje que lo hacíamos allí, ni he vuelto a hacerlo después, ni creo que lo vuelva a hacer. Al acabar el turno íbamos a tomar lo que denominábamos desayuno, que no era sino una matadora mezcla de bebidas alcohólicas. A partir de ahí, el día nos ofrecía infinitas posibilidades. Más de una vez la tarde nos sorprendió sin comer, aún de cháchara, o en una bolera jugando alocadamente, borrachos perdidos todos, y de pronto se me ocurría que por la noche trabajaba, y tal vez sería bueno dormir algo… "Da igual, Jan" respondía uno u otro cuando expresaba en voz alta mi pensamiento. "Ya dormirás cuando estés muerto…"

Johnny B. se convirtió en uno de los líderes carismáticos del grupo. Dotado del don de la palabra, de facilidad innata para el comentario ácido y la broma fácil, no había situación en que no se escuchara su voz y se siguieran sus consejos. Johnny B. era nuestro gurú en aquellos tiempos de locura y desenfreno, el apóstol del aquí y ahora, y que si mañana no llega no hayas dejado nada sin hacer… Él practicaba consigo mismo todo lo que predicaba, algo que le honra especialmente en esta época de falsos profetas y dobles raseros, y, fruto de su coherencia, fue el que más pronto y más caro pagó todo aquel vicio y mala vida. Johnny B. fue el primer enfermo de la noche que conocí. Para aguantar el ritmo de trabajar de noche y pasar el día en pie, de estar varios días empalmando sin dormir, había empezado a tomar anfetas y farlopa. Así es muy fácil desfasarse, y Johnny se desfasó del todo, sobre todo con el MDMA. Tuvo que empezar a tomar somníferos para poder dormir en sus días libres, porque los excitantes no le dejaban aunque quisiera, aunque estuviera agotado, y al cabo de unos meses de estar así, manteniendo ese ritmo infernal, Johnny alcanzó un estado difícil de definir entre el sueño y la vigilia: Cuando estaba despierto su mente agotada era incapaz de coordinar pensamiento alguno, exhausto, permanentemente somnoliento, pero si se acostaba no dormía, no podía tampoco conciliar el sueño por más que lo intentara de todas las maneras naturales o artificiales imaginables. Se convirtió literalmente en un zombi que deambulaba con paso inseguro, ojeras hasta el suelo y mirada tristona por entre las salas de la plataforma. Poco después le dieron una larga baja psiquiátrica, y para cuando regresó, ya no era el mismo Johnny que habíamos conocido. Solo que ya todo daba igual, ya no quedaba tiempo. Una noche de invierno se presentaron de improviso nuestros jefes para comunicarnos que la empresa había perdido la campaña, y darnos la carta de despido a ciento veinte de los ciento cincuenta trabajadores del turno. Recuerdo con escalofríos esa fila de gente por las calles desiertas de Poble Nou, sobre las tres de la madrugada, caminando en dirección al Port Olímpic a ver si algún local abierto nos mantenía despiertos para poder hablar con los delegados sindicales. La historia de esa noche, también surrealista, como el despido que finalmente no lo fue, merece artículo aparte. Éste, de momento, lo finalizaré aquí, tras mi semana de silencio bloguero (lo siento...), aprovechando mi noctámbulo aniversario, que por cierto, como casi siempre, me pilla trabajando, para homenajear a Johnny B. en particular, y a todos los viciosos de la madrugada en general…