domingo, 27 de marzo de 2011

Un balcón en la calle Brusi

El taxi llegó al final de la calle Aribau, girando a la derecha para tomar Vía Augusta, y justo después, en la siguiente manzana, dobló a la izquierda por calle Brusi, estrecha vía de un solo carril que, misteriosa y serpenteante, sube desde la parte alta del Eixample, Barcelona arriba, buscando la Plaza Bonanova.

Sentado atrás, a la derecha, en la parte contraria al conductor pakistaní que, silencioso y reconcentrado, guiaba con brío, pisando el acelerador sin miedo, el viejo Skoda Octavia de ruidoso motor diesel, me dejaba llevar entre zaguanes, farolas y pequeños grupos de gente fumando y charlando a la puerta de los bares, solo preocupado de mirar el reloj. Entraba de guardia a las diez, eran menos cuarto, y no quería llegar tarde.

El taxi se detuvo en un semáforo en rojo. A mi derecha, en el chaflán, se oían voces y risas procedentes de un local abierto, de curioso nombre Bar Business, y pensé en toda la gente que, a primera hora de un sábado por la noche, estaría bebiendo, charlando y riendo en cualquiera de los miles de bares abiertos en la ciudad, empezando su noche de fiesta, y no como yo, corriendo para llegar a la hora al trabajo tras entretenerme (tiempo muy bien aprovechado) en pasar un breve rato con Elma.

Mirando hacia el bar, a ver si se veía algo o al alguien (pura curiosidad morbosa) reparé de pronto en el balcón del primer piso del edificio, abierto justo sobre la terraza del bar. Una mujer fumaba apoyada en la barandilla, mirando distraída y absorta algún punto inconcreto de la fachada del edificio de enfrente, sumida en sus propios pensamientos. Era una mujer de mediana edad, atractiva, rubia, y de cuerpo bien proporcionado. Vestía un primaveral conjunto de falda corta avolantada en tono marfil, de apariencia vaporosa, que mostraba las bonitas rodillas y el prometedor inicio de un par de jugosos muslos, suéter de punto fino de verano, azul claro sin llegar a ser pastel, y fular de color marfil, a juego con la falda, que llevaba desanudado, dejándolo caer libre, en forma de estola. Si hubiera llevado la cámara a mano, no hubiera dudado en fotografiarla. Su imagen allí sola, fumando en el balcón, iluminada por la pálida luz de las farolas, era de una belleza innegable y casi diría enternecedora, y me quedé mirándola absolutamente embelesado. Un hombre joven apareció tras ella, saliendo al balcón desde el interior de la vivienda. No le vi la cara, porque, abrazándola por detrás, dobló la cabeza para besarla en el cuello, pero vestía elegantemente, americana oscura y camisa muy clara, tal vez blanca.

Hubiera dado gustoso mi sueldo de esta noche por quedarme a mirar la dulce imagen, os lo digo en serio, soy de natural curioso y, en este caso, había algo en la tierna escena, su oscura belleza, su melancólica ternura, su no sé qué añadido de sexualidad, sensualidad y morbosidad, que la hacían mucho más atractiva aún a mis ojos de experto voyeur. Sin embargo, me quedé con las ganas. Cambió la fase del semáforo, arrancó raudo y veloz el taxi, y me alejé a toda prisa de la amorosa pareja, con destino a una noche de guardia, a mi deber, digámoslo así, que ya se sabe que la obligación es antes que la devoción.

Y aquí estoy, trabajando, consolándome pensando que esta noche el turno durará una hora menos (algo es algo) si es que los compañeros del turno de Mañana no se empanan y llegan todos una hora tarde, que bien pudiera ser. No dejo de pensar en esa mujer, en esa pareja, que a estas horas podrían estar haciendo el amor entre sábanas de raso, rasgando el silencio de la noche con gritos, gemidos y jadeos, allí en la calle Brusi, en su coqueto pisito encima del Bar Business... No dejo de pensar en ellos, no, y eso, por desgracia, me hace echar aún más de menos a Elma...

sábado, 26 de marzo de 2011

Que no nos amarguen...

Llego a casa pasada la una de la madrugada, tras una reunión en el bar de siempre con mis amigos de toda la vida, tras disfrutar de una Voll Damm y sobre todo de una de esas distendidas conversaciones que tan balsámicas me resultan, y me encuentro a Elma medio dormida en una de sus posiciones favoritas, tendida cuan larga es en el sofá, haciendo ver que mira en la televisión las noticias del canal 3/24.

Me siento a sus pies, en el escaso hueco entre su cuerpo y el brazo del sofá, y le acaricio suavemente las piernas por encima de la fina manta azul procedente de uno de nuestros viajes a Galicia en el Trenhotel de RENFE. Ella se despierta del todo, sonriéndome, y me agacho para besarla despacio, tomándome mi tiempo. Después, al levantarme, ella también se incorpora, y ya ambos correctamente sentados charlamos sobre mis amigos, pero también, sobre todo, sobre la jornada ya acabada en nuestros respectivos trabajos.

La charla, aparentemente trivial, acaba por irritarnos a ambos, y es lógico, porque el relato de nuestras jornadas es una continua sucesión de conflictos, discusiones, gritos, desencuentros y problemas. No solo con los clientes, también con jefes y compañeros. Ella, la tarde anterior, tuvo que echar literalmente (expulsarlo físicamente, vamos) a un cliente follonero de la tienda, entre voces, insultos y amenazas. Afortunadamente no lo tuvo que hacer sola, sino contando con la ayuda de otros clientes que veían que el tipo estaba desfasadísimo y no atendía a razones. Vete a saber qué hubiera pasado de no haber nadie más en la tienda en ese momento. Yo, digamos que más de lo mismo... Tanto enfrentamiento, tanto conflicto, es inevitable, nos desgasta, y mucho. Al cabo de poco, quedamos callados, como abrumados por nuestros propios negro pensamientos.

-Tenemos que hacer algo con nuestros trabajos... – me dice ella.

-Con nuestros trabajos es difícil, sabes que no está el horno para bollos ahora. Con lo que sí tenemos que hacer algo es con nuestras conversaciones, y no darle tantas vueltas a lo sucedido. Que lo pasemos mal al vivirlo es una cosa, pero que lo pasemos mal por segunda vez al contárnoslo es absurdo. No tenemos que dejar que nos amarguen...

Ella asiente a mis palabras, y se junta más a mi vera. La televisión sigue narrando, incansable e inexorable, su relación de desastres y desgracias a lo largo y ancho del mundo, pero no le hacemos ni caso. Mis manos recorren sin premura, recreándose, toda su anatomía.

-Tienes razón. Estando juntos, que no nos amarguen...

miércoles, 23 de marzo de 2011

Muy mal tiene que estar todo...

Mal, sí, muy mal, debe estar la cosa, cuando Lía, vieja compañera del turno de Mañana, la más intrigante y lianta, la más reivindicativa y luchadora, la rebelde más recalcitrante que ha pasado por la empresa donde trabajo, haya vuelto al redil, con las orejas gachas, apenas medio año después de irse. Lía pidió la Baja Voluntaria, tras buscar y encontrar otro trabajo, teóricamente mejor, y al despedirse no se cortó un pelo en expresar, en alta y clara voz, lo que pensaba de la empresa, los jefes, los compañeros, los protocolos, los servicios... Vamos, que no dejó títere con cabeza. Mala idea. Ahora, Lía ha vuelto, firmando, claro, un nuevo contrato, sin la antigüedad que tenía, en una categoría profesional inferior a la que había conseguido, y en peor turno, en el que quedaban plazas libres, que no le iban a guardar su antiguo puesto en su antiguo turno, lo mejor de lo mejor. Ahora deberá empezar de nuevo, desde abajo, y algún que otro compañero, antes supeditado a ella y ahora por encima suyo en el organigrama, tiene jurado que se las va a hacer pasar bien putas. Mal, sí, realmente mal, debe estar todo, fuera de aquí, cuando ella, que no es tonta, y lo sabe, acepta volver, empezar de nuevo, comerse toda la mierda que le tienen preparada...

Mal irán las cosas cuando Spezia, compañera de Elma, una mujer decidida e infatigable, una luchadora que ha sacado adelante, sola, a cuatro hijos nada menos (¡cuatro!), y que en su vida ha dado sobradas muestras de valor y de carácter, empezando por el día en que abandonó su casa en un acomodado barrio porteño y sin dudarlo un segundo metió a sus cuatro hijos en un avión transoceánico con destino Barcelona, sin saber bien dónde iba pero teniendo claro que nunca añoraría lo que dejaba atrás, se come su orgullo y, en vez de irse, como hubiera hecho sin duda hace dos años, se queda en la empresa a pesar de haber perdido la guerra contra la pérfida Palmira, nuera del jefe, que le ha quitado el cargo, la consideración, el poder y el prestigio. Se queda, bajando de Directora Comercial a mera Jefa de Equipo de Ventas. Elma sabe que se debe estar muriendo de rabia, frustración y coraje. Pero, a pesar de todo eso, se queda, soportando carros y carretas, burlas y sonrisitas. Mal, sí, muy mal, debe verlo todo Spezia, para quedarse en tan draconianas condiciones.

Mal van las cosas, pero que muy mal, cuando yo mismo, por no hablar solo de otros, acepto, aunque piense que es una solemne injusticia y una total insensatez, quedarme a la salida de mi turno, después de trabajar diez horas, esperando a la Supervisora Moira, que me ha pedido que me quede a hablar con ella de una serie de temas pendientes. Es una injusticia y una insensatez porque Moira, normalmente, entra a las 07:30 y yo salgo a las 08:00, por lo que nos vemos casi todos los días sin necesidad de citarnos, así que resulta incomprensible que la tenga que esperar justo el día en que ella entra más tarde... Pero me quedo, claro, porque la cosa está muy mal, ya se sabe, no hay quien se juegue el puesto, ni quien valore la dignidad más que la seguridad, no, yo tampoco, no creáis. Así que la espero, armándome de paciencia, y cuando por fin llega ella, sin prisas, que no hay motivo para apresurarse, si total solo me tiene a mí esperándola, debo poner mi más hierática cara de póker para que no se me note el cabreo mientras ella, dispersa, me suelta una retahíla inconexa de divagaciones sobre temas diversos, todos ellos tratados y discutidos ya mil veces, y me siento estúpido oyendo cosas que ya sé a unas horas en que lo que debería estar haciendo en cubrirme la cabeza con las sábanas. Mal, muy mal, van las cosas, bien claro está, si soporto eso sin rechistar, consolándome con que otros soportan cosas peores, triste consuelo éste, pero el único que tenemos.

Caminamos, me temo, hacia una sociedad de esclavos consentidos, sometidos al poder, idiotizados por los mass media, y sin ninguna conciencia social ni política. Mal, muy mal...

jueves, 17 de marzo de 2011

El ladrón de manduca

-¡¡Al que me coja esto de la nevera, lo capo!!

La Dra. R lo dice alto y claro, plantada desafiante en medio de la sala, exhibiendo en alto, cual si fuera un trofeo, para que todos lo veamos y no haya duda, una Copa Danone de nata y chocolate.

Tras un tiempo desaparecido, el Ladrón de Manduca, como así hemos bautizado al audaz (y cabronazo) ratero que asalta la nevera del Office y se come sin duelo las viandas ajenas, dejando sin comer al que tenga la mala suerte de que su cena o almuerzo despierte el apetito de este delincuente, el Ladrón de Manduca, os decía, ha vuelto, más activo y osado que nunca.

Su última hazaña, robarle un bocadillo a cierta Coordinadora del Turno de Tarde.

La compañera expoliada llegó de la calle para iniciar su turno de trabajo portando una bolsa del Pans and Compaany que contenía un bocadillo de jamón serrano, su cena de aquel día. Entró, dejó la bosa con el bocata encima de una de las mesas del Office, se llegó hasta la Sala, saludó a un par de personas, recibió novedades del Coordinador de Mañana al que iba a relevar, volvió rápidamente al Office... Y la bolsa ya no estaba. Evidentemente, solo podía habérselo llevado o alguno de los compañeros que fumaban a la puerta de la empresa o algún otro de los que estaban entre la Sala y el Office, con los que se había cruzado en el camino. La rabia de sentirse robada y quedarse sin cena no era nada comparara con la tremenda rabia que le provocaba la certeza de que el descarado ladrón debía ser, necesariamente, un compañero.

A la Dra. R, la que tan rotunda advertencia nos lanzaba al resto de Turno con su jugoso postre en la mano, ya van tres semanas seguidas que se lo roban de la nevera antes de que pueda comérselo, dejándola con un palmo de narices. A ella le gusta ese postre ya tarde, sobre las seis, es como su reserva de glucosa cuando ya se encuentra desfallecida. Pero no llega a esa hora. Alguien, antes, se lo come. Alguien que necesariamente es un compañero, bien de nuestro Turno de Noche, bien de los últimos del Turno de Tarde que acaban su jornada al filo de la medianoche.

Me da vergüenza ajena tener que explicar esto, pero así somos, y no es la primera vez que lo veo. Cuando trabajaba en el 061, tuve ocasión de ver algo un escalón por encima en una teórica escala de hijoputez: Una compañera del Turno de Mañana, diabética, dejaba en la nevera un tetra brick de leche de almendras para ella. Ponía su nombre con un rotulador en el exterior del tetra brick, aunque no hiciera falta, pues todos sabíamos que la leche de almendras era suya. Pues bien, se la bebían, sí, como lo oís, había algún jueputa que la dejaba sin su leche, a sabiendas, porque también esto todos lo sabíamos, que ella, al no poder beber leche “normal”, si se quedaba sin su bebida se quedaba sin almuerzo. Hay que ser verdaderamente desalmado para hacer eso, pero había allí quien lo hacía sin despeinarse y seguro que sin el menor remordimiento ni cuestión moral.

Así somos, repito.

Y luego se llenan la boca hablando de civismo...

martes, 15 de marzo de 2011

Novia mojada, novia afortunada

El pasado sábado, 12 de marzo, era el día elegido para la boda de la Supervisora Missia, la Gran Víbora.

El pasado sábado, 12 de marzo, fue un día frío, gris y desapacible, plenamente invernal. Un día en que, entre otras inclemencias climáticas, llovió sobre Barcelona de la mañana a la noche, sin una sola tregua.

El pasado sábado, 12 de marzo, poco antes de las diez de la noche, entré en la sede de la empresa donde trabajo, haciendo de tripas corazón para parecer bien dispuesto a iniciar un turno de guardia nocturna, cosa que no era en absoluto cierta, porque me había costado un mundo despedirme de Elma en la estación de metro de Santa Eulalia para irme a trabajar, y aún me dolía en los labios ese último beso con música de acordeón de fondo, y me encontré para mi pasmo, sorpresa y estupefacción con una auténtica juerga en el Office: Varias compañeras del turno de Tarde habían introducido subrepticiamente tres o cuatro botellas de cava (El alcohol está totalmente prohibido en horas de trabajo y en las dependencias de la empresa en general) y brindaban por la boda de nuestra superiora sin reprimir las risas cínicas ni los gritos estentóreos. “¡Novia mojada, novia afortunada!” chillaba a viva voz la que iba más perjudicada.

Era todo, claro, un fortísimo ejercicio de cinismo y falsedad. Por lo que brindaban, por lo que estaban tan contentas, tan risueñas, tan desaforadamente alegres, era por el día de perros que estaría teniendo Missia. Gozaban imaginándosela empapada en su blando atuendo nupcial, los invitados pelándose de frío, la fiesta arruinada… Se regodeaban de manera indecente y mezquina en la desgracia ajena, con el (para mí) agravante de hacerlo en forma pública y festiva, considerando motivo de festejo que Missia lo estuviera pasando mal y se viera frustrada en su sueño de boda perfecta por las inclemencias meteorológicas.

Missia no me cae bien. He sufrido en el pasado alguna de sus decisiones tendenciosas e injustas, y por más que con el tiempo hemos mejorado algo nuestra relación profesional, evitando encontronazos, de sobra sé que llegado el caso me quitaría de en medio sin dudarlo, como ha hecho con otros que le estorbaban. No, definitivamente, considero a Missia mala persona, un bicharraco de la peor especie. Pero esto… Este jolgorio porque llueve, este refocilarse imaginando a la otra caída, frustrada, enfadada y hundida… No, esto no está bien, esto tampoco es lo que toca, es injusto, innecesario, indigno de seres civilizados. Claro, que suponer que todos los ciudadanos de este Occidente hedonista, autista y enajenado en el que vivimos están realmente civilizados es mucho suponer. Es, en realidad, una muestra de falsedad, de ese absurdo optimismo buenrollista contra el que tantas veces me he manifestado. Somos en realidad envidiosos, rencorosos, ambiciosos, mentirosos, cínicos, mezquinos y absolutamente egoístas, bien que lo sé. Una auténtica mierda de sociedad que hemos creado entre todos…

NOTA: Sé que hace muchos días que no dejo comentarios en vuestros blogs, aunque os leo. No me lo toméis en cuenta. A ver si dentro de poco puedo dedicaros algo más de tiempo...

La imagen que ilustra el artículo está sacada de la página de moda nupcial Bodaclick.

lunes, 14 de marzo de 2011

Tres historias del trabajo

Os cuento a vuelapluma tres historias de esta semana que llevo sin escribir nada. Semana de muchísimo trabajo, de cambios, de formaciones, de nuevos servicios, de caos.

Ana es una chica decidida. Ha acabado Psicología y está haciendo un máster de Clínica. Lo ha hecho todo por su cuenta, sin apoyo, pagando con su trabajo hasta la última clase y el último libro. Sentados frente a frente en una de las mesas del Office, me mira, triste, algo avergonzada, quizás, de confesar una debilidad, algo a lo que no está acostumbrada, su lacio pelo castaño rojizo tapándole media cara de piel sonrosada, en la que brillan como tizones dos ojos negros y profundos, y me lo cuenta en voz baja, triste y apesadumbrada. Me dice que sus padres siempre dijeron que tenía que estudiar, porque ella valía, pero que tenía que pagárselo por sus propios medios, que ellos no podían ayudarla. Y así ha sido, hasta ahora. “No puedo más, Jan, no doy más de mí” Me dice.”Al empezar, la tutora ya me advirtió que el plan de estudios del máster era muy exigente y no estaba pensado precisamente para compatibilizarlo con un trabajo, pero como siempre he estudiado y trabajado a la vez, como me he sacado la carrera así, pensé que podría hacerlo. Pero no puedo... De treinta alumnos, solo tres trabajamos, y somos los tres más atrasados...” Afirmo con un gesto, callado, porque no sé qué decir, francamente. Estudiar y trabajar a la vez siempre ha sido muy duro. De un tiempo a esta parte, gracias entre otras cosas al Plan Bolonia, empieza a resultar sencillamente imposible.

Elke es una compañera, alemana residente hace años en España, casada con un español, con la que he compartido dos largas y complicadas mañanas de formación en un nuevo servicio que pronto gestionaremos. Elke me expresa, en un intermedio de la formación, su hastío y su desencanto con la empresa: La enviaron una semana a Alemania, a la sede central de cierta empresa farmacéutica para la que gestionaremos el nuevo servicio. Le recalcaron que era un viaje absolutamente confidencial: Nadie en la empresa, ningún compañero de ningún turno ni departamento, debía saber el verdadero objeto del viaje. Elke guardó celosamente la verdad, fingiendo que se iba de vacaciones con su familia. Pues bien, cuando el formador, empleado de la Farmacéutica, la vio sentada en el aula, lo primero que dijo en presencia del resto de sorprendidos empleados-alumnos fue “Ah, Elke, tú eres la que ha estado unos días en nuestra sede central en Alemania, ¿no?” Por si eso fuera poco, me cuenta Elke, entre enfadada y admirada, que nadie, ninguno de los directivos de nuestra empresa, le ha preguntado nada del viaje, de su estancia allí ni de lo que le habían dicho o dejado de decir en Alemania. Nadie. Como si de verdad viniera de vacaciones. Ella, prudente, había tomado notas por si debiera redactar un informe... Nada. La tarde anterior a la primera mañana de formación, cuando pasaba frente a la puerta del despacho del Director Asistencial, éste la llamó para que entrara, y Elke pensó que, al fin, la preguntarían sobre Alemania. Nada más lejos de la realidad. Lo que quería nuestro Director es que Elke le ayudara a reservar habitación de hotel en Berlín...

A Amy, compañera de mi equipo en el turno de noche, no le importa hacer las horas extras que sean necesarias, ni empalmar turnos, ni acudir cuando se la llame aunque sea solo con una hora de anticipación, es una mujer incansable que acepta trabajar todo lo que se necesite y más. Lo hace, claro, por su propia conveniencia, por el dinero extra, que cada mes, a base de turnos añadidos, se saca casi un segundo sueldo, pero es de justicia reconocer que Amy es alguien con quien se puede contar, alguien que, cuando las bajas (Y la mala planificación) han mermado turnos y equipos, ha sacado adelante, ella sola, el servicio, al menos en lo que a su parte de tarea se refiere. Eso, a mi entender, merece, al menos, un respeto. Pues bien, Amy tenía un cambio de turno  solicitado y concedido hace semanas para el domingo por la noche, para ahora mismo, para este turno en que aún estamos. Menos de veinticuatro horas antes, el sábado a primera hora de la noche, recién entrados de guardia, nuestra Supervisora, Súper Nova, llamó al centro de trabajo para hablar con Amy y decirle que, examinando el planning del domingo por la tarde, había un hueco que se necesitaba cubrir, y que por eso, así sin más, anulaba el cambio. Sí, como lo oís, la Supervisora anuló un cambio de turno, firmado y concedido, sin dar otra opción ni siquiera dejar tiempo para cambiar de planes, porque Amy, claro, tenía planes para este domingo por la noche, planes que no incluían estar aquí, cerca de mí, trabajando con modales de perro y cara de pocos amigos. Pues no hubo nada que hacer, nada que pudiera convencer a Súper Nova de lo injusto de su decisión. Ahora Amy, enfadadísima, dice que no hará una sola hora extra más, ni atenderá ninguna llamada de auxilio para salvar del hundimiento turnos faltos de personal. Si no le llega con su sueldo, que no, ya sabemos que no le llega, trabajará a media jornada o se buscará la vida con algún sobresueldo comercial, que Amy tiene garra y tablas para salir adelante en lo que sea, experiencia no le falta. Pero horas extras no, ni una más, así se hunda la empresa en un remolino de fango. Súper Nova ha cubierto la tarde del domingo, eso es lo que ha ganado con su decisión. Lo que no sabe, ni creo que tan siquiera lo imagine, es lo que ha perdido...

Tres historias, tres pinceladas de esta infernal semana. Espero que os hagáis una idea. Gracias por seguir ahí, ya os seguiré contando...

lunes, 7 de marzo de 2011

De sentimientos y sufrimientos

Irma, la hermana de Elma, se retuerce literalmente de dolor en el sofá. Gime, porque ya no le quedan fuerzas para chillar, mientras, en posición fetal, se agarra el abdomen con ambas manos, no sé si porque presionar hacia adentro el intestino le calma realmente algo el dolor, o porque ya tiene los miembros agarrotados. Elma se sienta en el sofá y, con toda delicadeza, toma la cabeza de su hermana y la deposita en su regazo, casi acunándola, mientras le pasa un paño húmedo por la frente, apartando el pelo lacio con suavidad, sonriendo, cariñosa, sin permitirse ni un solo gesto de pena.

Irma acaba de terminar otro ciclo de quimioterapia. Ya le han advertido que cada ciclo será peor que el anterior, porque su cuerpo, cada vez más envenenado, reaccionará con mayor virulencia a los oncofármacos. Ha terminado el quinto de los doce ciclos previstos y programados, y ya apenas puede soportarlo. ¿Cómo será cuando acabe el octavo, o el décimo? Claro está que por entonces los médicos le habrán subido algún peldaño en la escala de analgesia, pero aún así…

Poncio, el marido de Irma, está a mi lado, inmóvil, como sin fuerzas, mientras Alicia, la hija de Irma y Poncio, teclea furiosamente en el ordenador de su cuarto, no sé si jugando a algo o escribiendo un largo y al parecer furibundo mensaje. No es que pasen de ella, no, es que están cansados, y lo comprendo. Ellos llevan toda la semana cuidando de su esposa y madre, día a día, hora tras hora, con el tremendo desgaste emocional y físico que representa encargarse de un enfermo grave, y ahora, desmadejados, simplemente se dejan llevar de sus propios miedos, sus propios fantasmas, sus propios dolores. Agradecen sin palabras que, al menos por una sola tarde de domingo, Elma y yo hayamos ido a visitarles, y nos encarguemos de Irma, en la medida que nadie pueda encargarse, de cuidarla y consolarla, que es de lo poco que se puede hacer en su ayuda.

Elma no permitió que la sonrisa se borrara de su rostro ni que una sola lágrima bajara por su mejilla hasta estar en el metro, bajando la interminable escalera de la estación de la  Torrassa. Simplemente la abracé, pues no me sentía capaz de hacer o decir otra cosa que pudiera consolar a Elma, que pudiera reconfortarla o hacerle renacer sus menguadas esperanzas. A finales de mes hará dos años que murió su hermano Jorge, también de cáncer, y sé que, aunque Elma no lo diga, aunque no se atreva ni a pensarlo, y deseche la idea en cuanto cruza rauda por su mente, en el fondo se teme que su hermana Irma siga el mismo camino. Porque el tratamiento no va bien, sinceramente, no va nada bien. Y después de una operación y dos ciclos de radioterapia, ya no hay más alternativa.

Mi madre, creyente fanática, diría, y lo que es peor, se lo creería a pies juntillas, que este mundo es un valle de lágrimas y en él no cabe la felicidad, y eso la confortaría. Porque, si la felicidad es imposible, no debe dolernos no obtenerla jamás. Yo, que nunca he creído en esto, que siempre he visto que la felicidad está al alcance de unos cuantos, pocos, eso sí, y no siempre (casi nunca) los que la merecen, no puedo evitar pensar en el letrero que tenía un amigo mío colgado en la pared de su habitación: “El dinero no hace la felicidad. La compra hecha”.

Llegamos por fin a la estación de Santa Eulalia. El viejo acordeonista rumano que hace meses que ocupa el puesto oficioso de músico residente de la estación ejecuta sin brío una lambada, y me sorprendo, caminando con Elma por el largo pasillo que da a la salida de Riera Blanca, que una lambada pueda sonar triste, nunca jamás hubiera imaginado esa posibilidad, una lambada triste, pero así es, así la estoy oyendo. Al pasar por al lado del acordeonista, me paro en seco, para sorpresa de Elma y le dejo una moneda de dos euros en la funda vacía de su instrumento, lo que hace que el músico mire la moneda, que no es muy habitual que le dejen, y nos mire a nosotros luego, fijamente. “Toca algo alegre, por favor, algo que no suene a funeral…” le digo, y tiro luego de Elma en dirección a la calle. A nuestra espalda, el acordeón empieza a ejecutar, briosamente esta vez, el alegre canto del “kasatchok”, la tonada folklórica rusa, no la pastelosa versión de Georgie Dann, y será por un efecto placebo, no os digo yo que no, pero el corazón se me alegra un poco, solo un poquito, al oír la melodía.

La imagen que ilustra el artículo, “Blood  Tears”, póster de la artista gótica Victoria Francés.

domingo, 6 de marzo de 2011

Mi sábado de carnaval

¿Que qué hice ayer, sábado de carnaval? Cualquier cosa menos disfrazarme, no, disfrazarme no, de veras. Ya pasé por eso en su momento. ya cumplí la tradición, ya no hace falta que lo repita año tras año. Eso sí, aproveché el día, os lo puedo asegurar. Y sin tener que vestirme de nada, que ya me disfrazo bastante, a diario y por fuerza, ya llevo bastantes máscaras en el trabajo…

¿Qué hice entonces? Pues pasear con Elma por Santa Eulalia, hablando largo y tendido de nuestras cosas mientras nos cruzábamos con grupos de de niños disfrazados, acompañados de sus padres, ellos también de chirigota, que ellos sí que lo disfrutan, los niños, quiero decir, bueno, y también los padres, que se les nota… Es curioso esto de hablar, de encontrar el tiempo y las ganas de plantear las cosas pendientes y discutirlas hasta sacar alguna conclusión. Se supone que deberíamos hacerlo en casa, bien acomodados, pero justamente en casa, tanto en la suya como en la mía, siempre hay algo por hacer, siempre hay cosas pendientes que son o parecen ser urgentes, y cuando al fin nos sentamos a cenar o a ver un rato la tele estamos demasiado cansados como para darle vueltas a la cabeza. En cambio, paseando juntos por el barrio, hablamos sin límite de nuestras cosas, de nuestras preocupaciones, de nuestros planes… Yendo de la mano, o tomándola yo del talle, nos sentimos más cerca uno de otro que sentados en el sofá. Parecemos, aún más, esa pareja que queremos ser. Tal vez sea por eso que pasear nos suelta la lengua…

Después, fuimos a nuestro ex bar, al que antes íbamos muy a menudo, y que por diversas circunstancias hacía tiempo que no visitábamos (Básicamente, porque ahora tenemos otro bar al que llamar “nuestro”) y seguimos hablando, más superficialmente, porque el ruido ambiental no facilitaba las confidencias, mientras bebíamos cerveza y veíamos al Barcelona ganar el partido de Liga al Zaragoza. Más tarde, volvimos a casa de Elma, cenamos algo de butifarra de huevo que a ella le había sobrado del “dijous gras” (El pasado jueves, dijous gras según la tradición catalana, en el trabajo de Elma celebraron a mediodía una fiesta en que mezclaron el carnaval y el cumpleaños de una compañera, la tradición carnavalesca de comer ese día, entre otras cosas, tortillas y butifarras de huevo, con el regalo de la actuación en exclusiva de Esemilio, uno de los mejores strippers masculinos de Barcelona, en honor de la homenajeada…), empezamos a ver una película de Samuel L. Jackson que daban en la Cuatro y que no terminamos, porque antes de la mitad ya estábamos besándonos sin prestar atención a la pantalla, y nos fuimos a la cama relativamente temprano, aunque ninguno de los dos tenía demasiado sueño…

De madrugada, ya domingo, mi sueño inquieto y liviano contrastaba con su sueño pesado y profundo. Siempre me pasa, me despierto a menudo, aunque pronto me vuelvo a dormir. Y, mientras estoy despierto, me quedo mirándola. Mirando su pelo rojo violáceo extendido sobre la almohada, su boca entreabierta, sus ojos cerrados, su naricita, tan pequeña que parece imposible que pueda tomar todo el aire que necesita para respirar… Mientras la miraba en silencio, ella dio un par de respingos, movió la cabeza, como negando, aparentemente incómoda, y se despertó sobresaltada, hallándose frente a mi mirada inquisitiva. “¿Qué miras?” me preguntó con voz medio sonámbula. “A ti” le respondí enseguida, acariciando con mi mano derecha su cuerpo desnudo bajo las sábanas. Pero ella no se espabiló, sino que volvió a dormirse  casi enseguida, no sin decir antes un apenas audible “Como si hubiera algo que ver…”

Pues sí, Elma, cielo, sí hay mucho que ver. Debe haberlo, porque hace diez años que paso las noches mirándote, y aún no me he cansado, aún descubro nuevos y agradables detalles cada vez que miro…

La pintura que ilustra el artículo es obra de la artista brasileña Olivia Castro Cranwell y se titula (tomad aire para decirlo todo seguido) “Carnaval nos 4 cantos da Olinda, en Pernambuco”·

viernes, 4 de marzo de 2011

Confirmado: La hipocresía reina

Missia, la Supervisora a quien, en un artículo anterior, denominé Gran Víbora, se casa.

Elige mal mes para coger quince días de permiso, el volumen de trabajo en la empresa es aún muy elevado, ya que para nosotros el invierno es temporada MUY alta. Sé que, evidentemente, no va a programar su boda en función del nivel de trabajo de la empresa, pero también sé, y me consta, que lo ha hecho a propósito. Dejar que su colega Moira, la otra Supervisora del Servicio, se coma sola el marronazo de asumir los últimos flecos del invierno, es una de las cosas que hacía el mes de Marzo especialmente atractivo para celebrar en él la ceremonia nupcial.

Todos sabemos esto, como sabemos otras cosas de ella, que hacen que sea, en general, muy poco valorada en la empresa. Temida por muchos y odiada por unos cuantos, pero querida, desde luego, por  muy pocos.

Missia, la Gran Víbora, se casa, infortunado él, dicho sea de paso, y lo miro por el lado bueno: La perderemos de vista quince días, tal vez por alguno más, si añade días de vacaciones a su permiso por matrimonio. Bienvenida sea pues esa boda.

Pues bien, ayer por la mañana, algunos compañeros, mandos intermedios como yo, subordinados inmediatos suyos, los que más veces y más intensamente hemos sentido su poder, su prepotencia, su falsedad y sus injusticias, me dicen “Jan, hemos pensado que tendríamos que regalarle algo a Missia por su boda, no sé, un detalle, un ramo de flores, o algo así...” Lo esperaba, pero aún esperándolo me sorprendió oírlo de boca de quien sabe por experiencia propia lo que es bajar la cabeza y aceptar con resignación no exenta de rabia las injustas resoluciones de nuestra Supervisora. “Ya... ¿Y cuánto habéis pensado poner para el regalo?” pregunté con cara de póquer. Y ellos, falsos, hipócritas, responden con fingida ilusión: “Diez euros cada uno estaría bien, justamente hemos visto un ramo en una floristería aquí al lado que valía ochenta euros, habría de sobra con diez por cabeza...” En silencio, saqué el billetero, extraje un billete de diez euros y lo deposité sobre la mesa. “Ahí tenéis, apuntadme en la lista que hagáis como pagado. No voy a ser menos hipócrita que vosotros...” Y me giré, ensayando una salida majestuosa. Hermann, uno de los pocos que vale algo del grupito esperpéntico de mandos intermedios entre los que me cuento, me retuvo suavemente del brazo, de modo que no permitió que me marchara de forma tan teatral. “Vamos, Jan, no te pongas así, de sobra sabes que todos pensamos lo mismo de Missia, pero extrañaría no hacerle un regalo dadas las circunstancias, sería inevitable que hubiera rumores, sería casi peor...” Asentí. Sé que es cierto, pero el saberlo no me impide sentir una sensación de derrota, al darme cuenta de que todos, yo también, por supuesto, cedemos más temprano que tarde a la hipocresía social imperante.

Confirmado, queridos lectores: La hipocresía reina.

martes, 1 de marzo de 2011

Una historia de maltrato

Solo una historia, una más de las muchas, demasiadas, que a diario ocurren en multitud de hogares españoles. Solo que ésta me la contó con pelos y señales mi madre ayer a mediodía, y lo que nos “toca”, las historias que afectan a gente que conocemos y queremos, nos impactan más que la retahíla de frías (aunque escalofriantes) cifras recitadas en un telediario.

Pues bien, mi madre tiene una amiga, ya cercana a los ochenta años, de los cuales ha pasado casi la mitad viuda, pues su marido, agente de la guardia civil, murió relativamente joven en acto de servicio. Esta señora vive hace tiempo con su única hija y su yerno, un tipo violento y problemático, siempre descentrado y metido en líos, que les ha dado a las dos, especialmente a la hija, claro, muy mala vida.

Según parece, al sujeto se le iba la mano con relativa frecuencia, aunque no eran agresiones graves. Puntualizo: Ya sé que cualquier agresión conyugal es grave, me refiero a que nunca había pasado de darle un bofetón o un par de empellones, jamás le había propinado una paliza ni le había dejado más secuelas que la cara enrojecida.

La madre llevaba tiempo pidiendo a su hija que se separara de él, convenciéndola de que vivirían mejor solas que con él. La hija nunca se atrevió, en parte por miedo a su iracunda reacción, y también en parte porque, a pesar de todos los pesares, le quería. Cuando a principios de año él quedó en paro, aumentaron su rabia, su amargura y su agresividad, hasta límites insospechados. Entonces, lamentablemente, empezaron las palizas. Las de verdad. Las de ojos morados, extremidades doloridas y visitas al hospital. Ahora sí, era el miedo de ella lo único que mantenía unida la pareja, habiéndose vuelto la convivencia insostenible. Al fin, tras uno de estos episodios de rabia descontrolada, ella se decidió a dejarle. No se marcharon a tiempo de casa, o él volvió antes de lo esperado, el caso es que las pilló con las maletas preparadas, y se volvió loco. Agarró sin miramientos a su mujer del pelo, la estampó la cara contra la pared, y aún sangrando como un ecce homo la golpeó rudamente hasta dejarla inconsciente. Cuando su madre octogenaria trató de defenderla, la tiró al suelo y la pateó con saña.

El miedo hizo que ni siquiera fueran a urgencias, que se curaran una a otra como buenamente pudieron, sin decir ni pío, aterrorizadas. Decidieron callar y aguantar, guardar para ellas el terrible secreto, seguir adelante con su dura y falsa vida de mentiras y sufrimiento.

La madre colabora hace tiempo con una parroquia barcelonesa, se encarga de los adornos florales, la limpieza básica y también de lavar y planchar la ropa blanca de servicio en el altar. Cada día desde hace muchos años acude allí a ayudar al párroco. Pues bien, esa parroquia está justo al lado de cierto edificio oficial custodiado por los Mossos de Esquadra… El caso es que el Sargento de los Mossos que manda la dotación de vigilancia del edificio es un ex Suboficial de la Guardia Civil que cambió el uniforme verde por el azul y rojo al estar casado con una catalana y no querer cambiar de ciudad de residencia, pero que no ha superado la adaptación y recuerda con nostalgia sus años en la Benemérita. Este Sargento conoció siendo muy joven al difunto marido de la amiga de mi madre, fueron compañeros en Guipuzcoa, en años muy duros, y, sabiendo que ella era su viuda, con frecuencia iba a saludarla con cariño y respeto, y a charlar un rato con ella. Hasta que un día, al ir a saludarla a la iglesia, se la encontró con la cara tumefacta y el cuerpo tan lleno de heridas y cardenales que apenas podía moverse ni tenerse en pie. El Sargento adivinó en el acto lo sucedido, y ella se desahogó con él llorando a lágrima viva.

Al día siguiente, el Sargento, acompañado de dos de sus hombres, los tres de paisano y fuera de servicio, hicieron una visita al yerno de la amiga de mi madre, con el que mantuvieron una breve charla sobre las delicias de la convivencia conyugal, el respeto debido a las personas ancianas, y lo conveniente que sería para su salud, la del yerno de la amiga de mi madre, cambiar el clima mediterráneo de Barcelona, tan insalubre y contaminado, por el de cualquier otro lugar, más al interior, a no menos de cien kilómetros de distancia. Parece que el tipo debió tropezar y caerse durante la amena charla, pues al acabar estaba sangrando por la nariz y la boca y apenas podía caminar, pero vamos, son habladurías de gente malpensada. El caso es que el yerno de la amiga de mi madre recogió sus cosas esa misma noche y se largó tan deprisa que ni se sabe donde se fue.

No, no penséis que defiendo ni justifico la actitud de los Mossos. El camino de la autodefensa, el tomarse la justicia por su propia mano, abre la puerta de la vía de hecho, que luego resulta difícil de cerrar. Los justicieros, aún con buenas intenciones, siempre acaban convirtiéndose en la misma clase de monstruos que dicen combatir.

Pero qué queréis que os diga, ver por una vez un ejemplo de justicia rápida, contundente y eficaz, un ejemplo de medida preventiva que dará, seguro, mejor resultado que esas órdenes de alejamiento sempiternamente incumplidas, esas sentencias costosas, lentas e ineficaces… Ver eso, por una sola vez, es una gozada, para variar…

Nos leemos!