jueves, 10 de enero de 2013

Anexo: El general fiel

Con respecto al artículo de ayer, sobre el trágico y casi desconocido destino de los cosacos que lucharon en el ejército alemán durante la II Guerra Mundial, quiero añadir un breve anexo que suma una nota más de tragedia épica a la historia magníficamente explicada en el texto de Juan Forn.
 
Aunque nunca llegó a producirse la unificación total de las unidades cosacas, y alguna quedó aislada en la inmensidad de la Wehrmacht, como el 630º Regimiento de Infantería Siberiana que sirvió en el Muro del Atlántico y sucumbió casi entero en la Batalla de Normandía, sin llegar nunca a luchar en el frente oriental, la gran mayoría de unidades cosacas del ejército alemán fueron unificadas en una sola, que creció de División a Cuerpo de Ejército, denominado  "XV Cuerpo de Caballería Cosaca (Kossack Kavallerie Korps)", El jefe de esta unidad fué el Teniente General (Generalleutnant) Helmuth Von Pannwitz, oficial de caballería procedente de la más rancia nobleza prusiana.
 
Pues bien, para no alargar mucho el artículo, el General Von Pannwitz, superior tanto del General Pyotr Krasnov del que os hablaba ayer como del otro gran jefe cosaco, General Andrej Shkuro, también acabó aquella madrugada en Oberdrauburg. Helmuth Von Pannwitz era un oficial alemán y por lo tanto su persona no entraba en el acuerdo entre Churchill y Stalin que obligaba a los ingleses a entregar a los soviéticos a cualquier ruso que hubiera combatido bajo la bandera del Reich. Sin embargo, temeroso de la suerte que correrían en Rusia los miles hombres que habían servido a sus órdenes, así como sus familias, y no deseando abandonarles quedándose solo él bajo la protección británica, el General Von Pannwitz se asió a un resquicio legal, su condición de Feldataman o jefe superior cosaco, título en principio honorífico, para alegar tener nacionalidad cosaca y ser deportado con los escasos supervivientes del suicidio colectivo de Lienz hasta el corazón de la Rusia comunista. Fiel a su unidad, incluso ya finalizada y perdida la guerra, Von Pannwitz prefirió compartir un futuro incierto junto a sus compañeros de armas a salvar su vida en solitario.
 
Como era previsible, acusado de crímenes de guerra durante la ocupación de Yugoslavia y juzgado por un tribunal militar soviético que le condenó sumarísimamente a pena de muerte, el General Helmuth Von Pannwitz fue ahorcado en Moscú el 16 de Enero de 1947.
 
 
En la foto que ilustra el artículo, tomada en el año 1944, Von Pannwitz pasa revista a sus tropas cosacas.

miércoles, 9 de enero de 2013

Última carga de la caballería cosaca

Los lectores habituales de este blog sabéis que no suelo “fusilar” textos ajenos, ni publicar cosas que no sean mías, pero ayer tarde, releyendo un magnífico artículo de Juan Forn sobre el trágico fin de los últimos cosacos, y la traición vergonzosa de que fueron objeto a manos de los británicos, un episodio olvidado en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, más allá de comentarios fugaces, como la curiosidad de que el personaje malvado de una de las películas de James Bond, Goldeneye, fuera precisamente uno de estos “cosacos de Lienz”, se me ocurrió dar algo de luz sobre este hecho histórico, y como no me veo capaz de superar a Juan Forn, copio su artículo, reconociéndole, lógicamente, la autoría:
 
Il Corriere de Trieste anunció el 13 de agosto de 1957 que tres funcionarios alemanes se habían personado en el cementerio de Villa Santina, con permiso para exhumar un cadáver de una tumba sin nombre y trasladarlo a otro cementerio en Garda, donde yacían los soldados y oficiales muertos en Italia peleando por el III Reich. Los parroquianos de cada café de pueblo de las montañas de Carnia sabían perfectamente de quién se trataba (o, mejor dicho, de quién NO se trataba). No necesitaron leer que el cadáver llevaba doce años enterrado y que entre los restos había, además de huesos, un par de espuelas cosacas, un sable con la hoja rota y un reloj de bolsillo. No necesitaron leer que en la tapa de ese reloj estaba grabado el nombre del General Piotr Krasnov, para saber que ese cadáver no era el del Atamán de los Cosacos del Don que, durante unos meses de 1945, se había establecido con sus hombres en aquella región perdida de la frontera entre Italia, Austria y Eslovenia, para crear allí, con permiso de las SS, un territorio autónomo que llevaría el nombre de Kosakia.

Generación tras generación, los parroquianos de esos cafés de pueblo repiten a los más jóvenes la historia. Cuando los nazis encararon la invasión de Rusia, reclutaron al general Krasnov para que sumara un regimiento de cosacos a las fuerzas del Reich. Krasnov, que había tomado el camino del exilio luego de la derrota del Ejército Blanco contra los bolcheviques y llevaba veinte años escribiendo con moderado éxito novelitas tártaras de caballería, partió en el acto a convencer a obreros de la Renault en Billancourt, porteros de hotel en Berlín, choferes de Zurich y acróbatas de a caballo de circos transhumantes, de que sólo ellos, los Cosacos del Zar, podían derrotar a los ejércitos de Stalin. Llegó a juntar cincuenta mil hombres, que partieron al frente a cambio de la promesa de que se les otorgarían tierras en Ucrania para crear su patria, la República Cosaca con la que siempre soñaron.

Los cosacos habían defendido históricamente de los Tártaros los territorios del Zar, aunque tenían mucho más que ver con los Tártaros que con el Zar (de hecho, se jactaban de ser los únicos en Rusia que lo desobedecían cuando querían). Algunos llegaron a pelear junto a Lenin en 1917, creyendo que sin zares volverían los buenos tiempos de la autonomía anárquica, pero cuando comprendieron que los bolcheviques no los veían como otra cosa que perros de guerra, se pasaron sin prurito al Ejército Blanco, y cuando los blancos fueron derrotados ofrecieron crear un “Estado cosaco-soviético” sin comunistas. Desde entonces vegetaban en el exilio esperando cualquier oportunidad que les permitiera volver a Rusia, a guerrear. Recibieron con los brazos abiertos el llamado a filas del Atamán Krasnov.

Los regimientos cosacos sufrieron una derrota tras otra junto al ejército nazi. La retirada los fue empujando desde Bielorrusia hasta el noreste de Italia, pero no les importó porque la promesa del Reich se mantenía, sólo que el territorio ofrecido fue cambiando a medida que los nazis perdían dominios. Y, a fines de 1944, lo único que les quedaba para ofrecer a los cosacos eran las montañas de Carnia. Allí convergieron, en la nieve, los regimientos de Krasnov, diecisiete grupos lingüísticos diferentes, llegados a caballo o en camello o en carromatos indescriptibles, cargados de mujeres y niños tan salvajes como ellos. 


Cuando los aliados y los partisanos de la Brigada Garibaldi ocuparon Trieste, los cosacos retrocedieron hasta rebasar la frontera austríaca con el propósito de hacerse fuertes allí y recuperar su territorio (se decía que habían dejado enterrado un tesoro en las montañas, fruto de sus saqueos por Europa). Pero una vez en Lienz, vieron la desbandada nazi y supieron que todo había terminado. Krasnov negoció su rendición a las fuerzas británicas con una sola condición: No ser entregados a los soviéticos. Se lo prometieron, pero incumplieron su promesa. Los cosacos habitaban un amplio campo junto a la villa de Oberdrauburg, un altiplano rodeado de alambre de espino, sobre las aguas heladas del río Drau. Una madrugada, cumpliendo los pactos de Yalta entre Churchill y Stalin, las tropas británicas entraron en el campo para cargarlos en camiones y entregarlos al Ejército Rojo. Los cosacos, a pesar de estar desarmados, no lo permitieron. Ataron a sus monturas bolsas llenas de piedras y, con sus mujeres y bebés en brazos, se fueron arrojando en masa a las turbulentas aguas del Drau. Unos pocos hacían frente como podía a los soldados ingleses, mientras el resto se inmolaba. Churchill sólo entregó a los soviéticos una décima parte de los cincuenta mil, que terminaron ejecutados o en Siberia. El resto dejó su vida aquella madrugada en las aguas del Drau.

El trágico suicidio colectivo redefinió para siempre la opinión de los campesinos de Carnia sobre los cosacos de Krasnov. Cuando hablan de ellos en el café, no rememoran las penurias que pasaron por su culpa ni el pánico que los embargó al enterarse de que los nazis les habían dado derecho a saqueo, sino el campamento donde convivían diecisiete lenguas distintas, y, vívidamente, como si la hubieran visto con sus propios ojos, esa última carga suicida a las negras aguas del Drau. Claudio Magris recorrió esos pueblos de montaña, pasó largas horas en aquellos cafés escuchando a sus parroquianos, y escribió una novela, que tituló "Conjeturas sobre un sable". Pero no logró convencer a aquellas gentes de que Krasnov no se suicidó junto a sus hombres, sino que fue entregado por los ingleses a Moscú, donde fue juzgado por alta traición y ahorcado en 1947.

Los campesinos de Carnia descreen de todo lo que llega de las grandes ciudades. Eso incluye a Magris, a aquellos alemanes que creían haber hallado la tumba de Krasnov y a los oportunistas que aparecen buscando el tesoro perdido de los cosacos. En Carnia, Krasnov y sus huestes y el tesoro enterrado y nunca hallado pertenecen al mismo orden: como pasaron por este mundo lo abandonaron, con el mismo estruendo y furor, dejando detrás lo único que eran capaces de dejar, lo único que supieron tener en vida, lo único en lo que eran capaces de creer, su leyenda, su sorda y ciega y espeluznante leyenda.

martes, 8 de enero de 2013

Malos tiempos

Malos tiempos para la lírica, cantaba allá por los años 80 el grupo Golpes Bajos. Yo el artículo de hoy lo titulo solo Malos Tiempos, a secas, porque creo, sinceramente, que éstos que vivimos son malos tiempos no solo para la lírica (que, seguramente, también) sino para todo. Y tómese este “todo” en el sentido más amplio posible.

Ya empieza, poco a poco, sin grandes alharacas, pero sin cesar, la deriva hacia la marginalidad de grupos sociales de clase baja que, sufriendo de pleno la crisis, caen directamente en la pobreza, y por ende, al menos en parte, en el delito como única forma de subsistencia. No sé si volveremos a la inseguridad ciudadana de principios de los 80, época dorada de los navajeros, cuando la heroína hizo estragos en una generación entera y los pequeños delitos se multiplicaron, pero de lo que no me cabe duda es de que esa época tranquila en la que cada resumen anual presentado por la Fiscalía General del Estado disminuía los índices de criminalidad con respecto a los del año anterior ha finalizado, tristemente.

Para muestra, un botón de lo más reciente: El pasado sábado atracaron el supermercado Mercadona donde Elma y yo solemos hacer la mayor parte de la compra semanal. Una historia tan peliculera que ha salido en la prensa escrita: Dos hombres disfrazados de Papá Noel entraron a última hora de la tarde, justo antes de cerrar, y se hicieron con la recaudación de al menos una de las cajas, tras enfrentarse y dejar herido al vigilante de seguridad. Sin embargo, los ladrones no pudieron disfrutar de lo robado. Atacados a golpes y patadas por el resto de empleados, emprendieron la fuga. Uno logró huir en una motocicleta, pero el otro, justo el que llevaba el botín, fue retenido hasta que llegó la policía y lo detuvo.

Esto pasó el sábado en la esquina de calle Valencia con calle Cartagena. No ha sido el único suceso de este tipo ocurrido en el barrio en los últimos días. El domingo, Día de Reyes, se produjo otro atraco. Fue en la juguetería “Tío Sam” de calle Rosellón, abierta en fecha tan señalada. En este caso, los atracadores sí lograron llevarse la recaudación, y con ella, buena parte de los beneficios de la campaña más decisiva del año. Para acabar, ayer lunes por la mañana, fue atracada la panadería “Macxipa” de la calle Padilla. Tres atracos en tres días, los tres en el barrio de la Sagrada Familia, en el corazón del Eixample, una zona a priori nada conflictiva, al menos hasta ahora... Qué no veremos, oí decir ayer mismo por la tarde a la propietaria de un negocio del barrio, entre resignada y asustada. Qué no veremos, efectivamente, si la situación socio-económica sigue la deriva que ha tomado en los últimos meses...

domingo, 6 de enero de 2013

Ya pasó todo


Efectivamente, ya pasó todo. Hoy, día de Reyes, es la última fiesta del calendario navideño, y como tal el punto de partida de la temporada de rebajas y de la cuesta de enero, el regreso a la regularidad laboral, a la vida cotidiana que marca el verdadero principio del año, a la realidad del crudo invierno y la dura crisis tras el paréntesis festivo, buenista y multicolor de la Navidad.

Hace un par de eneros circulaba por las redes sociales uno de esos mensajes graciosos que decía más o menos “El simulacro de paz y amor ha finalizado. Ya pueden guardar los langostinos y volver a insultar a sus cuñados” Aunque terriblemente cínica, esa frase encierra para mí una gran verdad. La verdad de los falsos oropeles, de los fingimientos e hipocresías propios de las fiestas, de toda esa incomprensión y ese vacío envueltos en espumillón. Y no, no he pasado malas navidades ni me puedo quejar. He estado tranquilo y a gusto, a solas con Elma la mayor parte de los días, eso sí, pero no necesito nada ni nadie más para ser feliz. Que conste que no hablo mal de la Navidad por mala experiencia propia sino por muchas malas experiencias ajenas que me ha sido dado conocer. Ni os imagináis cuanta gente angustiada, ansiosa, deprimida y hasta desesperada hemos tenido que atender los servicios de urgencias estos días. Hoy mismo, en esta noche de Reyes en que también me toca trabajar, los avisos de contenido digamos psicológico superan en número y complejidad a las intoxicaciones etílicas y alimentarias más aparentemente propias (ya se sabe, los excesos...) de estas fechas.

Pero insisto, ya pasó todo. Ahora, a superar la cuesta de enero, si es que aún nos quedan fuerzas...