lunes, 31 de octubre de 2011

Última mirada al otoño

La señora, aunque bien conservada, pasaba de los ochenta años. Caminaba lentamente, apoyada en un bastón, aunque con paso decidido, ayudada por su hija y una cuidadora sudamericana. Las habíamos visto salir a las tres, mucho antes que nosotros, que aún tardamos en finiquitar el copioso desayuno del hostal, y no creímos que la anciana fuera capaz de llegar andando, como había asegurado que haría, hasta el mirador, al que se llegaba por un camino de fuerte pendiente, con una subida de casi ochocientos metros desde el nivel del pueblo. Nos equivocamos, sin embargo, porque allí estaban ya las tres, en la última rampa del camino de tierra, justo antes del amplio balcón con barandilla de madera que formaba el mirador.

Las fuerzas de la señora, sin embargo, flaquearon, esa última rampa es muy inclinada y dura de subir, incluso para los jóvenes, y ella jadeó, incapaz de continuar. Se sentó en una roca al lado del camino, y miró a sus acompañantes con cara de circunstancias. “Continuad vosotras, yo no puedo llegar…” La hija negó con la cabeza. “Estás tan cerca, mamá, y has puesto tantas ganas”  Su madre, triste y cariñosa, tomó la mano de la hija. “Las ganas las tengo, hija, lo que no tengo son las piernas… Pero tranquila, sube y mira tú por mí”

Elma, claro, no podía permitir algo así, que ya nos conocemos, y lo de ser un ángel de luz es lo que tiene… Acercándose a ellas, sin contar conmigo para nada, pero dando por supuesto que la seguiría en todo, le dijo a la hija “¿Quieres que te ayudemos? Entre los cuatro podremos…” La hija asintió, encantada con la idea, y aunque la anciana hizo un breve inicio de protesta, entre los cuatro, a saber, la hija, la cuidadora, Elma y yo, la subimos prácticamente a la silla de la reina hasta el mirador.

El espectáculo desde allí es imposible que pueda describirlo con palabras. Frondosos bosques rodeaban la colina por todos lados. Miles de árboles tenidos de ocre, a los que el sol arrancaba irisaciones doradas, como si las copas fueran de oro, formaban un paisaje de pintura barroca. La mañana estaba fría, pero calmada, sin una sola ráfaga de aire, y el sol, ese sol mediterráneo, iluminaba la escena, que parecía un bajorrelieve formado con panes de oro.

La señora, sentada de nuevo en una roca, contemplaba la escena fijamente, sin pestañear, como si quisiera grabarla en su mente para no olvidarla jamás. De pronto, dejó caer la cabeza hacia adelante, hacia las manos apoyadas en el pomo de su bastón, y se puso a llorar. Elma, muy cerca de ella, pasó una mano por los cabellos de plata, y le dijo “Mujer, ya sé que el paisaje es muy bonito, pero no se emocione tanto, que a su edad hay que vigilarse…” La anciana cogió la mano de Elma y se la besó con ternura. Luego, ya sin llorar, aunque con los ojos humedecidos, le dijo “No, hija, no lloro por el paisaje, con lo bonito que es. Lloro porque sé que es la última vez que voy a verlo,”

Han pasado días, ahora no estamos rodeados de bosques sino de edificios, y nuestro plácido pasear se ha tornado en frenético deambular de casa al trabajo y del trabajo a casa, pero ni Elma ni yo hemos podido quitarnos a la anciana de la cabeza.

La imagen que ilustra el artículo, "Bosque en otoño", obra de la pintora chilena Vania Yunusic.

6 comentarios:

Lili dijo...

Que entrada tan bonita! No te conozco aún mucho (hace poco que te sigo), pero me quedo con ganas de más. Que dulce es Elma.
Un beso

Babilonio dijo...

Un claro ejemplo del romanticismo del fin de la vida, bien contado, bien vivido, bien por Elma.

Un abrazo.

Lakacerola dijo...

Una escena muy sentimental.

pseudosocióloga dijo...

Muy tierno.

Doctora Anchoa dijo...

No vale, casi consigues emocionarme. Así no juego XD.

Fiebre dijo...

Coge a Elma y escóndela, que un día de éstos... si me cambio de acera no respondo.

Precioso escrito Jan.
Hay días que simplemente TE SALES.