miércoles, 5 de octubre de 2011

Aquel lejano San Froilán

Hoy, miércoles, cinco de octubre, es día de San Froilán, patrón común de León y de Lugo. Siempre me ha hecho gracia, eso de que Elma y yo compartamos santo patrón.

En León es fiesta local, aunque yo rara vez la he disfrutado. Por estas fechas, cuando estudiaba, transcurrían los alocados días que iban del último examen de septiembre al inicio del curso escolar. Eran días para vivir a tope Barcelona con mis amigos, más que para viajar al pueblo. Después, ya inmerso en la maravillosa vida laboral, tampoco suele ser época en que me agrade pedir vacaciones.

De los pocos sanfroilanes que he vivido en tierras leonesas, hay uno que recuerdo con cariño. Uno en el que me he sorprendido a mí mismo pensando en un receso de esta noche de trabajo, que está resultando durilla. Noche plagada de gritos, enredada de alambre de espino y cortantes aristas. Concretamente el San Froilán de 1.992

Aquel año (“El año de España”, ¿os acordáis?), año de las Olimpiadas de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla, la primera línea de ferrocarril de Alta Velocidad, el que podríamos llamar año de todas las esperanzas imaginables (Qué lejano queda todo eso ahora, inmersos en la desesperanza, la incredulidad y el pesimismo...), como en verano había ido relativamente poco tiempo al pueblo, mucho menos del mes entero que solía pasar allí (Y qué lejano queda ahora eso también, por Dios), decidí acompañar a mi madre unos días, menos de una semana, en una de sus rutinarias visitas a su casa solariega, que entonces ella iba y venía, sin quedarse allí sola más de medio año como ahora.

Octubre en León es un paisaje expresionista de fondo verde oscuro sobre el que brillan todos los tonos imaginables de ocre, amarillo, marrones y dorados. Tuvimos suerte y pillamos un buen otoño, sin lluvia ni excesivo frío, uno de esos años en que el verano se resiste a morir y se va apagando lentamente, pero sin renunciar al refulgente sol ni a los límpidos cielos azules.

Una actividad típica de San Froilán, para los leoneses que tienen la suerte de tener casa rural, y fincas rodeando esa casa, es ir a recoger castañas. Más adelante, por noviembre, se recogerán las nueces, pero ahora, a principios de octubre, es tiempo de castañas. Como ya os he dicho, San Froilán es fiesta local, y los urbanitas de raíces campesinas aprovechan el día para ir a sus terruños bien provistos de cestos y capazos que llenar del fruto de los nudosos castaños que rodean sus prados y fincas. En mi caso la recolección es fácil, solo tenemos un castaño, centenario, eso sí, que plantó mi bisabuelo, y que preside orgulloso un rincón bien soleado de la huerta.

Ayudé a mi madre, aquel San Froilán de 1.992, a recoger las castañas de nuestro árbol, y, después de comer, salí a pasear por el pueblo. Me encontré de pronto, para mi sorpresa, pues por la mañana, ocupado en mis propios menesteres, no les había visto, con que había ido a pasar el día la familia de uno de mis mejores amigos de León. Tras los saludos y parabienes de rigor, Mi amigo, su hermana, su prima M. y yo entablamos conversación y, como sus padres y tíos estaban cansados de limpiar la casa, nos fuimos los cuatro a buscar castañas a un lugar cercano, un prado enorme que pertenecía a su familia desde muchas generaciones atrás, el Prado Grande, así lo llaman.

El prado estaba literalmente vallado de árboles, la mayoría de los cuales eran castaños. Recogimos sus frutos entre risas, juegos, bromas y anécdotas. Apartados del mundo, rodeados de un impactante silencio roto solamente por nuestras exclamaciones y carcajadas, dejamos que la tarde de otoño fluyera lentamente, olvidándonos de nuestros problemas y diría que casi hasta de nuestras vidas. Las cargas emocionales que todos llevamos a cuestas se quedaron a la puerta del prado. Así, aislados, liberados, el buen humor nos invadió, y fuimos cuatro seres despreocupados que, juntos, se divertían, olvidados del mundo.

Al caer la tarde, mientras el sol anaranjado lanzaba irisaciones sanguinolentas, llenas de presagios, negándose a ocultarse de una buena vez tras el horizonte, regresamos a casa, sonrientes y alegres, y repartimos las castañas entre los cuatro, despidiéndonos “hasta el año que viene, por San Froilán”, aunque ese año nunca llegó porque jamás hemos vuelto a reunirnos el día de nuestro patrón.

Como véis, nada especial. Contada así, de corrido, sé que se trata de una historia vulgar y anodina. Sin embargo, como he dicho antes, guardo un cariñoso recuerdo de ese día de San Froilán de 1.992 Hoy, esta dura noche de trabajo, repleta de amenazas veladas, insultos soeces y escaqueos descarados, me doy cuenta de que ese dulce recuerdo, esa enfermiza nostalgia, me viene de que, aquella tarde de otoño de hace tantos años, en el Prado Grande, riéndome en buena compañía, fuí feliz. ¡Feliz! Ahí es nada...

1 comentario:

Celia dijo...

Pues guarda bien esos pequeños tesoros que tienes en forma de recuerdos. porque vienen de miedo para momentos como los de esa noche.
Animo!