viernes, 11 de febrero de 2011

Reuniones, hipocresías, recuerdos y "mala" educación

Jueves, primera hora de la tarde. Reunión de Planificación, también llamada Reunión de Mandos Intermedios, en la sede de mi empresa. Nuestras dos Supervisoras, Missia y Moira, presiden el encuentro, situadas una en cada extremo de la gran mesa rectangular. Ninguno de los diez asistentes hemos comido todavía, ni sabe si comerá algo. Bueno, corrijo. Algo es seguro que comeremos todos en mayor o menor medida: Marrones. Ayer había de sobras para todos…

En determinado momento, cuando parecía que ya íbamos de bajada, que, habiendo superado los peores momentos, podríamos lanzarnos indecorosamente sobre los bocadillos, devorándolos a dos carrillos, como si lleváramos dos semanas sin probar bocado, la Supervisora Missia lanzó una propuesta que nos dejó a (casi) todos helados. Sin entrar en detalles innecesarios, un endurecimiento de las normas de régimen interno, lo que por aquí llamamos Orden en Sala. Creo que, de aplicarse, ese cambio no sería bueno. La Supervisora Missia ignora o minimiza los efectos negativos del inevitable efecto rebote de los trabajadores, ya quejosos por el aumento en cantidad y rigidez de las normas disciplinarias lo largo de los últimos meses. Yo no. Yo nunca desprecio la tenacidad con que el trabajador medio trata, dedicando a ello todas sus fuerzas, entendimiento y voluntad, de escaquearse de las prohibiciones que se le imponen. Así lo digo.

Se me mira mal por decirlo. No me importa, estoy acostumbrado. Se inicia entonces un debate extraño que me deja mal sabor de boca. Los Jefes de Equipo y de Área que sé que son más permisivos, más  dados al comadreo con sus subordinados, son sin embargo los que se muestran partidarios de aprobar la propuesta de Supervisión, dorándole la píldora sin disimulos a Missia. Solo postrándose a sus pies para que les use de felpudo podrían humillarse más ante ella. Hipócritas. Quedan bien en los despachos para que luego sean otros los que batan el cobre en la sala, donde ellos serán claramente incapaces de aplicar la norma que defienden. A pesar de que algún otro compañero, también del “sector duro” donde me encuadro, trata de apoyarme en mi opinión, finalmente la propuesta se aprueba, ante el raro silencio de Moira, a quien conozco suficientemente bien como para saber que los modos de Missia no son de su agrado. Moira suele compensar, desde su igual rango, la deriva fascistoide de Missia. Pero hoy no.

La Hipocresía reina, y el Dinero es Dios.

Abstraído de la reunión, cuyo contenido, asumido que los hipócritas iban a aprobar las propuestas de Missia por estúpidas que fueran, ya no me interesaba, me dio por pensar en mi concepto del mundo, en la solitaria frase que pongo antes de este párrafo, que tantas veces oí de labios de mi madre, siendo un niño, sin acabar de comprenderla. Y pensé en mí mismo, y en alguna otra de sus fases lapidarias, con las que trataba en vano de educarme, de prepararme para el mundo. En vano porque jamás la hice caso. Jamás hasta hace bien poco.

Tenía de crío, y algo conservo, aunque disimuladísimo por años de aprendizaje práctico del manejo de los convencionalismos sociales, el perfil típico del sociópata. Mi madre, que tiene mentalidad de archivera (O síndrome de Diógenes, no estoy seguro), y lo conserva absolutamente todo, aún tiene guardados los test psicotécnicos que puntualmente me hacían cada principio de curso. Durante doce años arrojaron, invariablemente, el mismo resultado: Gran fluidez verbal, buena comprensión lectora, nula comprensión abstracta. Enorme capacidad organizativa y directiva, con dotes de mando (Como orientación profesional ponían siempre militar o empresario), pero con todo ese potencial lastrado por una nula integración familiar y ningún sentimiento de pertenencia a comunidad alguna, ni nacional, ni local, ni siquiera educativa. Yo era (No, no era, me sentía) distinto a todo y a todos. Mis compañeros tenían familias normales. Tenían, para empezar, un padre a quien regalar el trabajo manual que cada año nos hacían elaborar nosotros mismos por San José. ¿Sabéis lo frustrante que era para mí ser el único niño de clase que no ponía “Felicidades Papá” en el llavero en forma de payaso?


No, nunca me integré en esa comunidad de niños aparentemente perfectos con familias aparentemente perfectas. Tampoco encontré el modo de integrarme en Barcelona. Había sido muy feliz con mis abuelos en el pueblo, y por eso idealicé aquel lugarejo perdido en los campos leoneses, convirtiéndolo mentalmente en mi particular paraíso perdido. El paso lógico siguiente en el camino de la soledad absoluta era odiar Barcelona, convertida para mí en ciudad-cárcel. La odié muchísimo, y hasta hace poco no me reconcilié con ella, aunque ahora, sinceramente, no me imagino viviendo en otro sitio. Donde menos me integré fue en mi familia, en esa casa que nunca fue hogar, bajo ese techo que solo por ser de mi madre ya era territorio hostil para mí…

Y alcancé la mayoría de edad, y entré en la Universidad… Y por supuesto, tampoco me adapté, claro. Pero eso sería cuento aparte. De mis años universitarios salió el germen de lo que fue mi cambio, mi renovación, mi renacimiento, el inicio de la senda de la madurez.

Mi madre, que es la persona menos didáctica que pueda imaginar, soltaba algunas perlas en mi infancia que he tardado muchos años y un sinnúmero de experiencias y fracasos propios en comprender, asumiendo que, efectivamente, tenía razón en muchas de ellas (Casi todas, lo reconozco, más vale tarde que nunca, ¿no?) pero insistiendo en que, a la edad y de la manera que ella me las decía, era imposible que yo pudiera sacar provecho de sus enseñanzas, porque era improbable que siquiera fuera capaz de comprenderlas. Aún me acuerdo cuando, una tarde de domingo, estando yo ocupado en la redacción de un trabajo de Ciencias Naturales, mi madre, cabreada por alguna mala jugada de cualquier compañera de trabajo, que el trabajo de mi madre supera notablemente al mío en mal rollo, me miró fijamente y me soltó con toda solemnidad: “Jan, hijo, en el mundo hay dos clases de personas, las putas y los hijos de puta…” Impactadísimo, lo repetí al día siguiente en el colegio… Y acabé teniendo una durísima charla en el despacho del Tutor de mi curso, convencido, me temo, que yo era un peligroso y agresivo psicópata.

Bueno, así fue mi educación, un poco a trompicones. Tampoco imaginaba yo entones cómo sería el mundo real. Nunca me imaginé a mí mismo en una reunión como la de ayer, tan llena de mierda. Claro, lo de las putas y los hijos de puta fue una boutade materna. Pero esa otra, lo de que la Hipocresía reina y el Dinero es Dios… Ya lo creo, madre. Ni te imaginabas cuanto cuando me lo dijiste…


Los que me leéis hace tiempo ya sabéis que suelo compensar con un chiste gráfico la acidez de los textos, y no va a ser menos, aunque ni me he molestado en buscar, cuelgo uno que ya colgué en mi blog anterior (finiquitado) sobre reuniones de trabajo. No me siento hoy muy para chistes…

4 comentarios:

Doctora Anchoa dijo...

Joer, qué reuniones más chungas. De todas formas yo he vivido muchas situaciones parecidas de peloteo descarado y bajadas de pantalones. Ahora con la que está cayendo supongo que el tema será aún peor. Oye, me apunto las frases de tu madre XD.

la reina del mambo dijo...

Muy chungas esas reuniones.
La Doctora ancho tiene razón estoy con ella.
Las frases muy buenas aunque si te las dicen de pequeño pues no entiendes nada.
´´Hipocresía reina y el dinero es dios`` .Es lo que hay
Un beso

pseudosocióloga dijo...

Pues yo creo que pese a tu difícil niñez, en algo te preparó para tu vida futura, tú al menos sabes apreciar las pequeñas cosas.

Celia dijo...

Aunque se que quizá debes tener ya mas que asumido la falta de un padre, te diré que a veces es mejor no tenerlo. Te lo puedo asegurar.
Pero entiendo que siempre se idealiza lo que no se tiene.
Me alegro que te reconciliaras con Barcelona. La amo.