martes, 26 de abril de 2011

Relatos: Barcinova (I) Segunda Génesis

En un día dedicado a la literatura, el día en que por fin he comprado los libros que normalmente hubiera comprado en Sant Jordi, quiero recuperar la costumbre de publicar en este blog alguno de los relatos que voy escribiendo, sin demasiada constancia, la verdad sea dicha. Éste que sigue es el primer capítulo de una serie que ya publiqué, hace un par de años, en otro blog. Me gustaría no solo recuperarlo, sino continuarlo, aunque está difícil. Pero vamos con la ficción:

Frío. Es la sensación que impera, que se impone a todas las demás. Un frío intenso que entumece tus músculos y pinza dolorosamente tus nervios hasta embotarte el cerebro. Las botas chapotean sobre el agua enfangada que inunda el suelo de roca mohosa, empapadas al igual que lo que queda del desgarrado uniforme, solo jirones de tela. Tu pelo rubio, sucio y estropajoso, encrespado por la humedad, roza la bóveda de arco de medio punto que cierra por arriba el angosto pasadizo por el que avanzas. Casi no cabes en él, y sabes que puede estrecharse aún más en cualquier momento. Pero no puedes volver atrás, como tampoco detenerte a descansar. Si te paras estás muerta. Así que sacas fuerzas de flaqueza y sigues, agotada y enfebrecida, pero aún no rendida. Aún no.

Una ráfaga de aire acaricia de pronto tu cara. Silba como un quejido lastimero, de alma en pena, a lo largo del claustrofóbico universo que te envuelve. Te detienes, jadeando de miedo, ira y nerviosidad. Perdiste el fusil al hundirte junto al suelo sobre el que caminabas cuando estalló el proyectil que mató a todos tus compañeros. Tu única arma es una pistola de pequeño calibre con una sola bala en la recámara que robaste al cadáver de un hombre no uniformado que hallaste flotando sobre las fétidas aguas de la alcantarilla en la que llevas viviendo dos días. Dos días sin comer, sin dormir, sin apenas detenerte, más que cuando el dolor en las piernas te impide dar un paso más y el agotamiento te nubla la vista.

Incesantes truenos apenas amortiguados por la distancia y las sólidas paredes de piedra te cuentan que el duelo artillero prosigue. Algo más cerca, justo encima de ti, armas automáticas de variados calibres interpretan solos de percusión de gran intensidad rítmica. La batalla continúa unos metros por encima de tu cabeza. A pesar de todo, quieres salir al exterior con toda tu alma. Afuera ya sabes lo que te espera, y no te asusta, le has perdido el respeto a la muerte. Pero esta soledad, este frío sobrenatural, este olor a podredumbre secular que se respira en las laberínticas galerías, todo esto te es más difícil de soportar, te transporta a las pesadillas de tu infancia, mostrándote unos terrores secretos que creías ya olvidados, pero que no, que han permanecido ahí, agazapados en los recovecos de la memoria, esperando un momento propicio como éste, para clavar en tu cerebro sus afiladas garras. Por primera vez desde tu bautismo de fuego, desde el horror indescriptible de aquel primer combate, el miedo te atenaza por completo.

Ruido al fondo. Sí, indudablemente. Al llegar al cruce entre dos de los túneles lo has oído con nitidez. No el leve murmullo del agua fluyendo. Tampoco los agudos chillidos de las ratas cuyo reino estás explorando. Ni siquiera el inesperado aullar de una ráfaga de viento, y mucho menos el eco de los combates que continúan y continuarán hasta reducir la otrora próspera ciudad comercial a cenizas. No. Ahora estás segura. Ahora sabes que no estás sola.

Tu espalda se pega a la pared, carne y sangre queriendo fundirse con roca y argamasa. El ruido se hace más nítido a cada instante. Sea quien sea, se acerca. Los dedos de tu mano derecha se agarrotan sobre el arma. Una sola bala, una sola oportunidad. Te ocultas tras un recio pilar que debería disimular tus formas. Tu mente, vencida por el cansancio y el miedo, te hace imaginar alucinantes monstruos acechándote. Pero no es un monstruo, sino otra mujer, la que pasa cautelosamente junto a ti, sintiéndote sin verte. La certeza de  no haber sido descubierta y el que solo tengas una bala te decide a usar la pistola solo como objeto contundente. Aprovechando la ventaja de la sorpresa la agarras por detrás, pero ella, rápida de reacciones, trata de zafarse. Sus extremidades se tensan bajo tu peso cuando rodáis sobre el fango y las inmundicias que cubren el suelo. Recibes varios golpes despiadados en las costillas que casi te dejan sin respiración, y respondes igual de despiadadamente alzando la mano armada y descargándola con brutalidad donde intuyes más que ves su cabeza. Golpeas una, dos, tres veces, hasta que los brazos de tu oponente quedan inmóviles.

Con suma prudencia te alejas unos centímetros sin dejar de encañonar el cuerpo inerte. Lleva uniforme. Un uniforme enemigo aún más harapiento que el tuyo, que deja al descubierto buena parte de su piel marfileña, cubierta de llagas y moratones. En una de sus mangas luce el símbolo de la llama negra sobre fondo rojo con el lema “Arditi” bajo el león plateado de San Marcos, y la sangre te hierve al verlo. Fuerzas Especiales, lo peor de lo peor entre los enemigos…  Le apartas el pelo azabache, sucio y enredado como una fregona usada. Es muy joven, más que tú, rozará los dieciocho años. Su rostro ovalado de suaves formas mediterráneas está cubierto de suciedad, costras de sangre seca y brillantes máculas de sangre fresca en los lugares donde acabas de golpearla. Un somero registro te indica que no lleva encima ningún arma.

Cuando le arrojas a la cara la maloliente agua fecal de la alcantarilla empieza lentamente a reaccionar, abriendo sus grandes ojos negros tras una serie de gemidos entrecortados, tardando en recobrar la plena consciencia. Al tratar de incorporarse, el cañón de la pistola queda justo frente a su rostro, y no puede reprimir una exclamación de sorpresa. Te mira a la cara con expresión dubitativa, y luego vuelve a concentrar su mirada en el arma que la amenaza.

-Como militar al servicio de la Señoría de Venecia, se te considera enemiga del Muy Alto Señor, Rey de Aragón – pronuncias con cierta solemnidad, vocalizando mucho para tratar de hacerte entender – Eres mi prisionera. No hagas tonterías y yo tampoco las haré.

Levanta los hombros en un gesto ambiguo que lo mismo puede ser de asentimiento que de incomprensión, y vuelve a fijar en tu cara sus deslumbrantes pupilas, esta vez con cierto descaro.

-¿No te parece bastante tontería estar las dos aquí metidas como ratas? – pregunta hablando tu lengua con soltura, con solo un leve acento italiano.

Te cae bien, mejor de lo que debería, así que mejor no dialogar con ella. Con gestos le indicas que se levante y camine por delante de ti. Por supuesto que es una tontería estar aquí encerradas, pero no lo admitirás delante suyo. Le hundes la pistola entre las costillas, haciéndole así mantener una cierta distancia por delante que impida que trate de hacer nada, pero que la disuada a la vez de intentar huir.

Camináis lenta y silenciosamente durante varias horas más, hasta que un resplandor rasgando la penumbra al fondo anuncia que hay a lo lejos una salida del laberinto.

-¿Sabes lo que es eso?

-Hasta hace doce horas, nuestro puesto de mando. Fue por donde me metí en la alcantarilla cuando lo bombardeasteis.

-Y ahora, ¿Son posiciones de los míos o de los tuyos?

Ella se encoge nuevamente de hombros.

-Quien sabe… En realidad no importa, estamos condenadas a morir aquí. Nosotras, y los míos, y los tuyos y cualquiera que venga…

-Anda, no digas bobadas

-No son bobadas. Antes que nosotros, genoveses y pisanos, turcos y griegos, conquistaron la ciudad a sangre y fuego, pero ninguno pudo retenerla. Es una ciudad maldita, donde solo reina la muerte. Nadie puede salir vivo de ella.

¿Te inquietan sus palabras? Más de lo que quisieras reconocer. Por eso hundes aún más la pistola en su cuerpo, obligándola a caminar.

-Venga, vamos a ver quién hay ahí fuera…

Apenas el sol ciega momentáneamente tus ojos, desacostumbrados a la luz después de dos días enteros en penumbra, alguien te agarra por detrás, inmovilizándote. Una bota militar pisa tu muñeca, impidiéndote usar el arma que empuña esa mano. Tu prisionera es derribada de un violento empujón que le propina un hombre vestido de uniforme, un uniforme igual al tuyo.

-¡Eh, eh, joder! ¡Que soy de los vuestros!

El forcejeo con quien te sujeta cesa de repente, pero sin soltar aún la presa. Un cañón de fusil de asalto se clava en tu nuca.

-¿De qué unidad?

-Del Tercer Estol de la Décima Brigada

Otro hombre agarra tu mano izquierda sin que te resistas y pasa un lector láser por su palma, comprobando tu código de identidad tatuado en ella.

-Dice la verdad.

Te ves libre al fin, y respiras aliviada. Libre y en tus posiciones.

El que está frente a la veneciana la mira con pupilas desorbitadas.

-¿Y ésta?

-Una prisionera que andaba como yo perdida en la cloaca…

A los ojos exageradamente abiertos se une ahora la respiración algo entrecortada y los labios babeantes. No hay duda de lo que está pensando, de lo que va a ocurrir. Algo que ya has visto antes.

-Vamos a interrogarla…

El que te sujetó por la espalda avanza hasta colocarse a tu lado. Ha dejado el fusil en alguna parte y mira a la prisionera con la misma expresión de lobo hambriento que el otro. Su mano derecha se pierde entre los desabrochados correajes. La veneciana te mira con ojos no de súplica, sino de desafío, y te mueve algo por dentro. Sí, lo has visto antes, pero hoy algo es distinto. Hoy querrías hacer por ella lo que desearías que ella hiciera por ti si estuvieras en su lugar.

-Esperad…

Te miran, sorprendidos de que intervengas. Nadie discute las reglas no escritas del frente.

-¿Qué pasa? ¿Es de tu exclusiva propiedad?
-No pero…

-Lo que no es de nadie es de todos – sentencian al unísono

Un aforismo que discutirían sin duda tus antiguos maestros en leyes. Pero la guerra tiene sus propias y peculiares normas, por supuesto, y aquí ese aforismo, referido a personas y equipos capturados, es Ley. Una Ley tan indiscutible que solo puedes guardar silencio mientras miras a la veneciana con un cierto resquemor culpable que ella parece notar y echarte en cara con su fulgurante mirada ambarina y su boca orgullosamente cerrada en un gesto de desprecio.

El que está más cerca de ella se le tira literalmente encima. Empieza entonces una lucha sorda y salvaje. No hay gritos ni quejidos, solo un duelo de fuerza y determinación entre los brazos de él que tratan de despojarla de la poca ropa que le queda y los de ella que tratan de zafarse. El otro, mirando sin intervenir, se ríe quedamente, al parecer satisfecho del espectáculo, mientras su mano sigue perdida en la bragueta abierta.

Y es en ese preciso instante que algo se te rompe por dentro. Una cuchilla va cortando tu cerebro en trocitos cada vez más pequeños, sientes perfectamente su gélido filo paseándose por dentro de tu cavidad craneal. Te pones a llorar, no sabrías decir si por ella o por ti misma, mientras una ola de rabia parte de lo más profundo de tus vísceras y sale al exterior en forma de grito inhumano, bestial, que parece poder lograr que todo se detenga. Aún tienes la pistola en tu mano. Apuntas y disparas de improviso, antes que nadie pueda hacer nada por impedirlo. El soldado, que había logrado vencer la resistencia de la prisionera y cabalgaba desbocado sobre la cintura femenina, se desploma pesadamente a un lado tras un quejido sordo.

Ella te mira, sorprendida, y en esa mirada notas la caricia de la complicidad y el agradecimiento. Solo que no sobra el tiempo para esas banalidades. Una fiera sedienta de tu sangre se lanza sobre ti y te arrebata el arma de las manos. Trata de disparar, pero no quedan balas, y eso solo parece aumentar su furia. Antes que puedas tratar ni siquiera de incorporarte, clava el cuchillo con saña justo bajo tu clavícula izquierda, buscando el corazón, aunque demasiado alto. Pero el filo te ha atravesado de parte a parte, y la vida se te escapa en un manantial de sangre que tratas inútilmente de taponar con la mano. Con los ojos entrecerrados, meras rendijas a las que se asoma un odio infinito, las manos crispadas como garras de cuervo y el pantalón caído hasta los tobillos, falto de sujeción, el hombre alza de nuevo el cuchillo, buscando el lugar más propicio para rematar la faena de la primera puñalada, que por precipitada no fue certera. Y tú, vencida, te quedas allí mirándole a los ojos, esperando la muerte. Ahora, por fin, todo acabará.

Pero no, pareces condenada a no morir en esta jornada desesperante. Como en sueños, ves la cabeza de tu atacante separarse del resto de su anatomía, impelida por una fuerza sobrehumana. Un auténtico manantial de sangre sale disparado por el muñón, tiñéndolo todo de rojo oscuro en un radio de tres metros a la redonda, antes que el cuerpo mutilado caiga pesadamente hacia atrás. Tras él, desnuda, ensangrentada y tumefacta, está plantada la veneciana, los músculos de brazos y piernas tensos como cuerdas de guitarra, una maldición en su boca entreabierta, y sujetando con ambas manos el enorme machete que hasta hace poco pendía del cinturón de su violador.

Tras unos segundos de admirativo silencio por parte de ambas, la veneciana se te acerca y, pasando su mano izquierda por tu herida, la introduce seguidamente en su boca, chupando ávida la sangre que mana de ella.

-Gracias.

Lloras y ríes a la vez. La vida se te escapa deprisa a través de la herida sangrante, y solo sientes un helado vacío dentro de ti.

-Vete, no seas tonta. Vuelve a tus líneas, al menos que una de las dos se salve…

-No, no voy a volver a mis líneas. Me equivoqué, no era nuestro antiguo cuartel general. Mira donde estamos, fuera de la ciudad. Éste debía ser vuestro último puesto de observación. La batalla sigue pero dos o tres kilómetros más allá. Hemos salido de la ciudad y por tanto hemos roto la maldición.

Da media vuelta y comienza a caminar decidida, sin tratar de cubrir su desnudez. De pronto, se vuelve y te mira cálidamente de nuevo.

-¿Cómo te llamas?

-Kira. ¿Y tú?

La veneciana sonríe con tristeza.

-Aún no tengo nombre, Kira, acabo de nacer ahora mismo. Pero te prometo que tendré uno la próxima vez que nos veamos.

-¿De veras crees que volveremos a vernos?

-¿Qué si lo creo? Hemos renacido, hemos roto la maldición de la ciudad de la muerte. Claro que lo creo. Volveremos a vernos.

La ves alejarse, sin ropa y sin compañía, como si de verdad acabara de nacer por segunda vez, y la sigues con la mirada hasta que se pierde tras el horizonte, un horizonte despejado, sin edificios ni posiciones defensivas, lejos, efectivamente, de la batalla. ¿Estás muriendo, o naciendo tú también de nuevo? No podrías asegurarlo. La pérdida de sangre te lleva a la inconsciencia, pero, perdidos ya los sentidos terrenales, alcanzas un curioso estado de trascendencia. Retazos de tu vida, restos del naufragio, pasan lentamente ante ti. Sea como sea, si esta es una segunda génesis, nacerá alguien mucho más descreído y mucho menos recto de lo que tú eras hasta ahora.

4 comentarios:

la reina del mambo dijo...

Intenso relato Jan, me ha gustado mucho.Espero que siga...
Un beso

pseudosocióloga dijo...

No recuerdo ningún relato tuyo.Me resulta curioso tu afinidad para con el sufrimiento femenino(desde luego, la infancia marca).
Ahora no nos tengas meses esperando ....más.

la MaLquEridA dijo...

¿Porqué es difícil continuar el escrito?, lo puedes hacer cuando tengas tiempo, unas líneas poco a poco y verás que cuando te des cuenta tendrás un libro entero.


Beso Jan.

la MaLquEridA dijo...

Quise decir un libro.