El pasado lunes, Elma fue a la peluquería a teñirse y cortarse el pelo, ya un poco demasiado largo para su gusto. No es que vaya con mucha frecuencia, casi siempre se tiñe y arregla ella misma el pelo en casa. Solo de vez en cuando, si hay motivo, y el motivo esta vez ha sido una cena de empresa a celebrar la noche de hoy.
Pues bien, a pesar de mis consejos, Elma no quiso acudir como la última vez a la peluquería de Jenny, una transexual alta y fuerte como un estibador portuario (Es la “trans” menos femenina que yo haya visto jamás) porque, aunque Elma reconoce que Jenny es buena peluquera, le molesta su brusquedad (Brusca sí que lo és, pega unos tirones como si estuviera recolectando remolacha) y se incomoda cuando la vecina de portal de Jenny, dueña de una floristería, carca y ultracatólica, se pone a rezar el rosario en voz alta en medio de la calle, frente a la puerta de la peluquería, intercalando oraciones y jaculatorias con advertencias a los sorprendidos transeúntes, a los que indica a voz en grito que allí, en aquella peluquería, habita el demonio.
Elma cogió el metro y se fue a la peluquería a la que iba cuando vivía en Santa Eulalia, y que, aunque ella no se acuerde (O no quiera acordarse) tampoco era ninguna maravilla. La mala suerte hizo que se encargara de atenderla un imberbe recién llegado, y no alguna de las más veteranas. El peluquerito le hizo un corte difícil de describir, algo así como la forma en que Salvador Dalí hubiera dibujado una escarola color rojo caoba.
Ese fue el primer puyazo, que ha tenido a Elma de lo más rayada durante toda la semana, primero por haber pagado a un presunto profesional para obtener un resultado mucho peor que si ella misma se lo hubiera hecho, y segundo porque esto haya ocurrido justo la semana de la cena de marras.
Con todo, el segundo y peor puyazo lo recibió Elma ayer jueves por la tarde. Debía hacerse unas fotos de carné, y en primer lugar intentó hacérselas en el fotomatón de la estación de metro de Sagrada Familia. No quedaron bien, la pésima iluminación del fotomatón hizo que quedaran contrastadas en exceso, y su piel luciera una palidez cadavérica. La convencí de que se hiciera otras en el estudio de un fotógrafo, y nunca me arrepentiré lo suficiente de haber hecho tal cosa. Elma mostró al fotógrafo las fotos hechas en el fotomatón, y le dijo que solo se haría otras si él aseguraba que la iba a sacar mejor, porque si no no valía la pena. El fotógrafo se molestó ostensiblemente por el comentario, pero, aparentando que no, dijo que claro que quedarían mejor, que él era un profesional, que valdrían para la portada del Vogue...
Para la portada del Vogue, os lo aseguro, no valen. Por supuesto que el resultado final era algo más presentable que las del fotomatón, menos contrastadas, más nítidas y mejor enfocadas, pero más allá de eso tampoco nadie a simple vista hubiera deducido que las había hecho un fotógrafo profesional. Elma, muy poco convencida ya de entrada de repetir las fotos, no pudo disimular el disgusto al verlas.
-¿Lo vé? - le espetó – Para esto, no valía la pena hacerlas.
El fotógrafo, herido en su amor propio, se tomó aquellas palabras como una gravísima ofensa, y, furibundo, le contestó
-Pero señora, ¿Qué más quiere Ud. que haga? Con esos pelos de loca que lleva, es imposible que salga bien en la foto...
Cual casco azul de la ONU, saqué a Elma de la tienda a empellones, antes de que ella le rompiera la cara al osado fotógrafo, y mientras ambos, a voz en grito, juraban en arameo. Menuda escenita. El fotógrafo se comió su obra con patatas. Elma ni se llevó ni pagó las fotografías. Claro que ahora tendrá que usar las del fotomatón...