Como cada año por estas fechas, mi
madre se prepara para abandonar Barcelona hasta el invierno, deseosa
ya de instalarse en la casa solariega de la familia, ubicada en una
pequeña pedanía leonesa, una frondosa vega arbolada regada por el
Esla, el río que los romanos llamaron Astura, y que da nombre a una amplia porción de tierras y a quienes las habitan.
Desde que mi madre asentó sus
cuarteles de invierno en la Ciudad Condal, a finales de noviembre,
han sido numerosas las ocasiones en que he intentado que nuestra
relación, bastante deteriorada desde el inicio de mi convivencia con
Elma, se normalizara los más posible, aprovechando para tratar de restablecer una buena sintonía todas
las ocasiones que se iban sucediendo, ya fueran las fiestas
navideñas, el cumpleaños de mi tía Társila, el de Elma, la Semana Santa, o, finalmente, el cumpleaños
de mi madre. Resultado: Nada. Todos los intentos se han contado por derrotas. Ha
estado, a veces, tan cerca... Ha parecido, a veces, tan evidente que
lo lograríamos, que acabaría bien, que todo nos parecería una
broma macabra... Pero no ha sido así, al final. Mi madre se irá
tan encastillada en su postura, en su rechazo, como cuando llegó.
Ayer por la tarde fui a ver a mi madre, aunque en
realidad la visita era más bien a mi tía Társila, quien menos
culpa tiene de esta absurda situación, ya que ella, aunque tampoco
le guste mi relación con Elma, siempre nos ha admitido a los dos en
su casa y nos ha tratado con esa normalidad que mi madre, tercamente,
nos niega. Ayer por la tarde, en esa visita, quemé el último cartucho que me
quedaba. Habíamos pensado ir a comer juntos este fin de
semana, Elma y yo con mi madre y mi tía Társila, para celebrar el
reciente cumpleaños de mi madre, y su despedida de Barcelona hasta
el invierno. Mi madre regresó de El Ferrol, donde pasó la semana
santa junto a su gurú particular, mucho más receptiva,
aparentemente cambiada, y pensé que tendría una oportunidad de
desfacer el entuerto, aunque fuera al final de estos meses de
lucha y decepción. Por una vez, parecía dispuesta.
Por eso, seguramente, el palo ha sido
mucho mayor, por haberlo tenido tan aparentemente cerca, rozarlo con
los dedos... Porque al final no será, desgraciadamente, no
habrá acercamiento. Lo hablamos en casa de mi tía, vi que no había
nada que hacer, y me encabroné, mordiéndome la lengua para no decir
nada de lo que me arrepintiera después, y adelantando mi marcha.
Entonces, cuando ya me despedía, mi madre, excusándose en ir a
buscar un libro que tenía encargado en la librería de las Paulinas
en Ronda Sant Pere, me acompañó un trecho del camino. Era
evidente que quería hablar conmigo sin que nos oyera su hermana, así
que acepté. En el breve periplo hasta llegar a Plaza Urquinaona, trató de justificar, una vez más, las razones de su
negativa. Me fui enfadando poco a poco, escuchándola en silencio
mientras caminábamos. Ya a la puerta de la librería, cansado de
chorradas, le dije lo que llevaba mucho tiempo pensando, las cosas
que había evitado decir los pasados meses. Seguro que ella esperaba
mi reacción. No contestó ni contraargumentó, limitándose a
asentir, y decirme, cuando me callé, ya desahogado, que lo sentía,
pero aún no estaba preparada para eso. “Si no lo estás ahora, no
creo que lo estés nunca”, respondí. Ella, simplemente, se encogió
de hombros.
Elma dice lo que ya me dijo después de
nuestra primera batalla perdida, justo antes de Navidad. Más
tranquilos estaremos, nosotros solos, organizándonos a nuestro gusto
el fin de semana, que no comiendo con ellas, palpándose como sin
duda se palparía la tensión en el ambiente. Sí, es cierto. Pero no
dejo de pensar en lo fácil que podría ser todo, en lo absolutamente
normal que sería, solo con que mi madre cediera un ápice en su
inflexible postura...
La imagen que ilustra el artículo, un
chiste gráfico sobre suegras, muy al caso de lo que he escrito.