El Dr. S me dice que su esposa murió hace apenas un mes tras una larga enfermedad. El Dr. S dice que no quiere divulgar su pérdida, que no quiere causar lástima, pero se apaña para que, de un modo u otro, toda la empresa acabe sabiéndolo, admirando su entereza al no tomarse ni un día libre, para seguir trabajando, lo único que según él le reconforta en tan difícil momento. El Dr. S recibe con fría dignidad pésames y condolencias, y esboza una torcida sonrisa antes de asegurar que saldrá adelante. Porque su difunta esposa así lo querría, y por sus hijos, sobre todo por ellos, ahora que solo le tienen a él.
La Dra. M me dice que quiere hablar conmigo en privado, que quiere consultarme algo, y se me hace un nudo en el estómago. Está inquieta, nerviosa y apesadumbrada, y preveo que algo debe estar perturbándola mucho para querer hablarlo conmigo. La Dra. M es, por supuesto, una mujer adulta, pero tan transparente como una niña, y está realmente acongojada. Me preparo para lo peor, y la escucho atentamente, mientras me habla casi al oído, en un rincón apartado de un Office solitario a altas horas de la madrugada. La Dra. M compartió plaza de medicina de familia en el mismo centro de salud que el Dr. S, y conoce a su mujer. Sí, CONOCE. En presente. Porque no está muerta. Porque sigue viva y coleando, trabajando de enfermera en un hospital portugués, donde ha marchado, abandonando al Dr. S, huyendo más bien de él. Pero vive, ya lo creo que vive, a pesar de las mentiras y las condolencias. “¿Qué crees que debo hacer, Jan?” me pregunta. “¿Debería contárselo al Director Asistencial?” Niego con la cabeza. Nuestro Director Asistencial y el Dr. S son culo y mierda, con perdón de la expresión, y creo que sabe mucho más de lo que aparenta. “Olvídalo. Créeme, es lo mejor para todos, y sobre todo para ti misma, M.” Ella aún duda “Pero Jan, el comportamiento de S. no es normal, roza la psicopatía, me preocupa… Me da miedo…” Paso una mano por su cabello rubio pajizo, un gesto que parece confortarla. “Tranquila. Mientras él no sepa que lo sabes, mientras no sepa que tú has hablado, no tienes nada que temer”. En ese momento, justo en ese preciso instante, Nena entra en el Office para llenar su botella de agua, y nos ve. Nuestros rostros muy juntos, hablándonos casi al oído, mi mano en su pelo, y su mano en mi antebrazo… Nena se nos queda mirando, sorprendida, y sé lo que está pensando, y sé que en apenas unas horas el rumor se extenderá por la empresa, pero no puedo evitarlo, así que ni trato de disimular, ni doy explicaciones que no creería.
Nena me dice que no se lo esperaba de mí, tanto que hablo de Elma y de cómo la quiero, y menos aún de la Dra. M, tan tímida y mojigata, tan aparentemente bien casada. Y yo sonrío y le digo que se equivoca, y que pronto se lo demostraré, que me dé un voto de confianza antes de contarlo a los cuatro vientos. Nena duda, y le recuerdo que fui uno de los pocos que confió en ella cuando acabó su turbulenta historia con J…, cuando sola, arruinada y debiendo asumir deudas que no eran suyas, la defendí ante la Dirección, que no hubiera dudado en despedirla. Sus problemas personales la distraían, y cometió varios errores consecutivos e imperdonables. Eso por no mencionar el absentismo causado por pasarse las horas muertas en juzgados y comisarías. Yo confié en ella, y le pido que confíe en mí, y Nena finalmente me da cuartelillo, pero sé que es un crédito que se agotará pronto.
El Dr. S me cuenta, más tarde, que debe testificar en un juicio penal que se celebrará tras denuncia del Institut Català de la Salut contra uno de sus mejores amigos, también médico, por un oscuro tema de falsificación de recetas. Yo respondo a sus preguntas, todas procesales, de orden técnico jurídico, disimulando, como sin saber que tal amigo no existe, que el acusado es él, y él, de nuevo, quien falsificó no solo recetas, sino informes y toda clase de documentos. La Dra. M nos mira desde unas cuantas mesas más allá, mordiéndose la lengua, como con ganas de estallar, dar un puñetazo en la mesa y contarlo todo a gritos, pero la fulmino con la mirada, y calla. No sé por cuanto tiempo.
Y a todo esto, viene Amy, cuando regreso a mi sitio meditando qué y a quién debo contar de lo que sé, y me explica con ojos vidriosos que ha roto con el Dr. J, mejor dicho , que cuando llegó a casa después de una noche de guardia, se encontró a J. con todo su equipaje empaquetado, ya dispuesto a la marcha, se había quedado solo para despedirse, sin más, sin oportunidades ni explicaciones. Que no era ella, claro, que era él, que se estaba agobiando, que mejor así, que si no se harían mucho daño y acabarían odiándose… En fin, excusas baratas de mal pagador. Que se le acabó el amor, y se largaba cual alma que lleva el diablo. Amy llora ya a lágrima viva, sin poder ni querer contenerse, y me conmueve, porque no es precisamente de lágrima fácil, así que cojo su mano tratando de consolarla, aunque sé que de poco servirá mi gesto. “Tengo boca de puta y coño de princesa” sentencia Amy con rotundidad “Y eso me pierde, ya lo sé. Debería ser al revés, mejor me iría…”
Vuelvo a casa sentado en la penúltima fila de asientos del autobús 58, con la cara apoyada en el frío cristal de la enorme ventana del vehículo. Pienso en todas las cosas que he dicho y oído esta noche, sobre todo, en las que me han contado. Una maraña oscura. A veces, solo a veces, me siento como un auténtico caballero errante, cabalgando solo en un mundo de maldiciones, apestado de maldad, de intrigas, de mentiras, de odios y traiciones.
La imagen que ilustra el post, Caballero Errante, de Jhoneil Centeno, basada en creaciones de George R. R. Martin.