Los lectores habituales de este blog
sabéis que no suelo “fusilar” textos ajenos, ni publicar cosas
que no sean mías, pero ayer tarde, releyendo un magnífico artículo
de Juan Forn sobre el trágico fin de los últimos cosacos, y la
traición vergonzosa de que fueron objeto a manos de los británicos,
un episodio olvidado en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, más
allá de comentarios fugaces, como la curiosidad de que el personaje
malvado de una de las películas de James Bond, Goldeneye, fuera
precisamente uno de estos “cosacos de Lienz”, se me ocurrió dar
algo de luz sobre este hecho histórico, y como no me veo capaz de
superar a Juan Forn, copio su artículo,
reconociéndole, lógicamente, la autoría:
Il Corriere de Trieste anunció el
13 de agosto de 1957 que tres funcionarios alemanes se habían
personado en el cementerio de Villa Santina, con permiso para
exhumar un cadáver de una tumba sin nombre y trasladarlo a otro
cementerio en Garda, donde yacían los soldados y oficiales muertos
en Italia peleando por el III Reich. Los parroquianos de cada café de
pueblo de las montañas de Carnia sabían perfectamente de quién se
trataba (o, mejor dicho, de quién NO se trataba). No necesitaron
leer que el cadáver llevaba doce años enterrado y que entre los
restos había, además de huesos, un par de espuelas cosacas, un
sable con la hoja rota y un reloj de bolsillo. No necesitaron leer
que en la tapa de ese reloj estaba grabado el nombre del General
Piotr Krasnov, para saber que ese cadáver no era el del Atamán
de los Cosacos del Don que, durante unos meses de 1945, se
había establecido con sus hombres en aquella región perdida de la
frontera entre Italia, Austria y Eslovenia, para crear allí, con
permiso de las SS, un territorio autónomo que llevaría el nombre de
Kosakia.
Generación tras generación, los parroquianos de
esos cafés de pueblo repiten a los más jóvenes la
historia. Cuando los nazis encararon la invasión de Rusia,
reclutaron al general Krasnov para que sumara un regimiento de
cosacos a las fuerzas del Reich. Krasnov, que había tomado el camino
del exilio luego de la derrota del Ejército Blanco contra los
bolcheviques y llevaba veinte años escribiendo con
moderado éxito novelitas tártaras de caballería, partió en el
acto a convencer a obreros de la Renault en Billancourt, porteros de
hotel en Berlín, choferes de Zurich y acróbatas de a caballo de
circos transhumantes, de que sólo ellos, los Cosacos del Zar,
podían derrotar a los ejércitos de Stalin. Llegó a juntar
cincuenta mil hombres, que partieron al frente a cambio de la
promesa de que se les otorgarían tierras en Ucrania
para crear su patria, la República Cosaca con la que siempre soñaron.
Los cosacos habían defendido
históricamente de los Tártaros los territorios del Zar, aunque
tenían mucho más que ver con los Tártaros que con el Zar (de
hecho, se jactaban de ser los únicos en Rusia que lo desobedecían
cuando querían). Algunos llegaron a pelear junto a Lenin en 1917,
creyendo que sin zares volverían los buenos tiempos de la autonomía
anárquica, pero cuando comprendieron que los bolcheviques no los
veían como otra cosa que perros de guerra, se pasaron sin prurito al
Ejército Blanco, y cuando los blancos fueron derrotados ofrecieron
crear un “Estado cosaco-soviético” sin comunistas. Desde entonces vegetaban en el exilio esperando cualquier
oportunidad que les permitiera volver a Rusia, a guerrear.
Recibieron con los brazos abiertos el llamado a filas del Atamán
Krasnov.
Los regimientos cosacos sufrieron una derrota tras
otra junto al ejército nazi. La retirada los fue empujando desde
Bielorrusia hasta el noreste de Italia, pero no les importó porque
la promesa del Reich se mantenía, sólo que el territorio ofrecido
fue cambiando a medida que los nazis perdían dominios. Y, a fines de
1944, lo único que les quedaba para ofrecer a los cosacos eran las
montañas de Carnia. Allí convergieron, en la nieve, los regimientos
de Krasnov, diecisiete grupos lingüísticos diferentes, llegados a caballo o
en camello o en carromatos indescriptibles, cargados de mujeres y
niños tan salvajes como ellos.
Cuando
los aliados y los partisanos de la Brigada Garibaldi ocuparon
Trieste, los cosacos retrocedieron hasta rebasar la frontera austríaca con
el propósito de hacerse fuertes allí y recuperar su territorio (se
decía que habían dejado enterrado un tesoro en las montañas,
fruto de sus saqueos por Europa). Pero una vez en Lienz, vieron la desbandada nazi y supieron que todo había
terminado. Krasnov negoció su rendición a las fuerzas británicas con
una sola condición: No ser entregados a los soviéticos. Se lo prometieron, pero incumplieron su promesa. Los cosacos habitaban un amplio campo junto a la villa de Oberdrauburg, un altiplano rodeado de alambre de espino, sobre las aguas heladas del río Drau. Una madrugada,
cumpliendo los pactos de Yalta entre Churchill y Stalin, las tropas británicas entraron en el campo para cargarlos en camiones y entregarlos al Ejército Rojo. Los cosacos, a pesar de estar desarmados, no lo
permitieron. Ataron a sus monturas bolsas llenas de piedras y, con
sus mujeres y bebés en brazos, se fueron arrojando en masa a las
turbulentas aguas del Drau. Unos pocos hacían frente como podía a los soldados ingleses, mientras el resto se inmolaba. Churchill sólo entregó a los soviéticos una décima parte
de los cincuenta mil, que terminaron ejecutados o en Siberia. El resto dejó su vida aquella madrugada en las aguas del Drau.
El
trágico suicidio colectivo redefinió para siempre la opinión de
los campesinos de Carnia sobre los cosacos de Krasnov. Cuando hablan de ellos en el café, no rememoran las penurias
que pasaron por su culpa ni el pánico que los embargó al enterarse
de que los nazis les habían dado derecho a saqueo, sino el
campamento donde convivían diecisiete lenguas distintas, y, vívidamente, como si la hubieran visto con sus propios ojos, esa
última carga suicida a las negras aguas del Drau.
Claudio Magris recorrió esos pueblos de montaña, pasó largas horas
en aquellos cafés escuchando a sus parroquianos, y escribió una
novela, que tituló "Conjeturas sobre un
sable". Pero no logró convencer a aquellas gentes de que
Krasnov no se suicidó junto a sus hombres, sino que fue entregado
por los ingleses a Moscú, donde fue juzgado por alta traición y
ahorcado en 1947.
Los campesinos de Carnia descreen de todo lo
que llega de las grandes ciudades. Eso incluye a Magris, a aquellos
alemanes que creían haber hallado la tumba de Krasnov y a los
oportunistas que aparecen buscando el tesoro perdido de
los cosacos. En Carnia, Krasnov y sus huestes y el tesoro enterrado y
nunca hallado pertenecen al mismo orden: como pasaron por este
mundo lo abandonaron, con el mismo estruendo y furor,
dejando detrás lo único que eran capaces de dejar, lo único que
supieron tener en vida, lo único en lo que eran capaces de creer, su
leyenda, su sorda y ciega y espeluznante leyenda.