Desde el Departamento de Recursos Humanos de mi empresa se me apremia a que pida, de manera inmediata, los días personales que me restan por pedir este año. Se me insinúa en el mensaje que es mi culpa no haberlos pedido antes, y mi responsabilidad por tanto que se vaya al traste el dimensionamiento del equipo, al tener por narices que concentrarlos entre diciembre y enero, cuando si los hubiera solicitado a tiempo hubiera sido todo más fácil. Tal vez lo hubiera sido, pero lo que ha pasado no es mi culpa, ni tan siquiera fruto de mi voluntad, no he pedido ni disfrutado hasta ahora esos días porque el dimensionamiento del equipo ha estado todo el año bajo mínimos, y no había margen para que uno o varios de sus miembros disfrutáramos de los días personales que nos pertocaban sin que todo se hundiera. Renunciamos pues a ellos, aunque fueran nuestro derecho. El propio Departamento de Recursos Humanos nos presionó para postergar la solicitud, como ahora nos presiona para presentarla de inmediato. Primera paradoja.
Pido pues esos días, atendiendo a las necesidades de la empresa, que conozco bien tras ocho años trabajando en ella. No lo hago por altruismo ni porque me haya poseído un extraño espíritu corporativo, sino por mi propio interés: Mientras más ajuste mis demandas a las necesidades empresariales, más fácil será que me concedan mis peticiones sin rechistar. Pues bien, al cabo de dos días recibo la respuesta. Me han concedido todos los días que había solicitado, menos uno. Solo que ese día denegado era el único que realmente quería para hacer algo concreto, el único día para el que tenía planes. Los demás los he pedido por pedir, porque tengo derecho a ellos y no renuncio a mis derechos. En suma, se me ha concedido lo que me es indiferente, y se me ha denegado lo que de verdad quería y necesitaba. Segunda paradoja. Y las que me quedan por ver...